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Descubriendo Portugal 172. Lagos.

 


Aparcamos el coche junto a la muralla en la parte alta. A esa hora las calles estaban vacías. Los restaurantes estaban llenos y nos pusimos manos a la obra para obtener una mesa en un lugar en que no nos muriéramos de calor. La conseguimos en una placita encajada que acogía varios restaurantes. El camarero comentó que todos los españoles se habían trasladado a Portugal y no le faltaba razón. Comimos una pasta con marisco que estaba deliciosa. Por supuesto, con dos cervezas.

Las calles peatonales por las que bajamos desde la muralla hasta el canal del río Bensafim eran hermosas, con cierto toque andaluz y trazado árabe. Las fachadas eran de colores suaves.

Algo había cambiado respecto a nuestra zona de Rogil y Aljezur. Esta zona era más cosmopolita, aunque también más masificada, sin llegar a los extremos del levante español. Abundaba el turista británico y alemán de sol y playa por el día y comida y bebida barata por la noche. Las playas eran lo suficientemente grandes para que no hubiera aglomeraciones.



Entramos a la oficina de turismo para conseguir un plano y unas indicaciones sobre lo más importante. Mientras esperábamos observamos las fotos de los muros y los folletos. El pueblo y sus alrededores eran merecedores de una visita larga y en profundidad.

Bajamos hasta el río y contemplamos los barcos. No tratamos de localizar los antiguos astilleros en donde construyeron las carabelas del pasado.  Caminábamos por el lugar en que fenicios y griegos comerciaron con las poblaciones locales, por la Lacóbriga romana. También por el lugar que vio partir a la expedición de Gil Eanes, que era de Lagos, en 1434, y que consiguió doblar el cabo Bojador, el límite al que habían llegado muchas expediciones sin retorno. Él supo saltar el obstáculo.



La villa sufrió también a Drake y el terremoto de 1755. La reconstrucción se realizó en estilo barroco. La joya más exuberante de la ciudad era la iglesia de San Antonio. Era tan espectacular como recargada. La luz entraba con cierta timidez. Los milagros del santo, los hermosos azulejos y los dorados angelotes captaban la atención del visitante. Para Saramago, “en la iglesia de San Antonio de Lagos los maestros entalladores perdieron la cabeza: aquí está todo cuanto inventó el barroco… Si no fuera por la edificante serie de paneles sobre la vida de San Antonio, atribuidos al pintor Rasquinha, setecentista, de Loulé, podrían manifestarse serias dudas sobre los méritos de las oraciones dichas en este lugar, con tantas solicitudes alrededor, y mundanas las más de ellas”.

La misma entrada permitía visitar el museo Municipal, contiguo a la iglesia. Había de todo un poco, como en una almoneda. Carezco de notas propias y nuevamente me asomo al libro de Saramago. Él destacaba la sección de arte ibérico y la parte etnográfica y de artesanías.

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