Tomamos la carretera dirección
sur, hacia Aljezur. A la derecha, fueron apareciendo los desvíos hacia las
diferentes playas: Amoreira, Arrábida… Cada una estaba separada por cabos
austeros de rocas, acantilados que fragmentaban y protegían. La estampa era siempre
hermosa.
En lo alto de una colina
apareció el castillo de Aljezur y las casas blancas, como un pueblo andaluz,
que nos recordaron que Algarve significaba “el occidente”, el oeste de
al-Ándalus. La permanencia de los musulmanes en la zona durante siglos se
expresaba en los nombres de los pueblos, en la agricultura, en la configuración
de las poblaciones.
El trayecto hacia Sagres era de
un espeso bosque sobre ondulantes colinas, como un oleaje geológico. Abundaban
los pinos, en algunos tramos los eucaliptos, y cuando aparecían los alcornoques
siempre estaban despojados de su piel de corcho.
La carretera se acoplaba al
terreno y trazaba continuas curvas, sin peligro, que me mantenían atento a la
conducción y obligaban a controlar la velocidad. Mejor, porque nos ayudaba a
disfrutar del paisaje. En un tramo advertían del mal estado del firme causado
por las raíces de los árboles que lo habían rizado. Balanceaban el coche y en
un despiste podían causar un accidente.
Íbamos hablando de Enrique el
Navegante y de su escuela de navegación de Sagres, de sus expediciones y de los
hitos geográficos de la época de los Descubrimientos, de la inmensa riqueza y
prestigio que dieron a Portugal.
Antes de alcanzar Sagres el
paisaje se hizo más duro. Conducíamos por una plataforma de granito y la
vegetación era tímida, como si se escondiera de todos los tesoros que
acaparaba.
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