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Descubriendo Portugal 164. Sabores andaluces

 


Tomamos la carretera dirección sur, hacia Aljezur. A la derecha, fueron apareciendo los desvíos hacia las diferentes playas: Amoreira, Arrábida… Cada una estaba separada por cabos austeros de rocas, acantilados que fragmentaban y protegían. La estampa era siempre hermosa.

En lo alto de una colina apareció el castillo de Aljezur y las casas blancas, como un pueblo andaluz, que nos recordaron que Algarve significaba “el occidente”, el oeste de al-Ándalus. La permanencia de los musulmanes en la zona durante siglos se expresaba en los nombres de los pueblos, en la agricultura, en la configuración de las poblaciones.

El trayecto hacia Sagres era de un espeso bosque sobre ondulantes colinas, como un oleaje geológico. Abundaban los pinos, en algunos tramos los eucaliptos, y cuando aparecían los alcornoques siempre estaban despojados de su piel de corcho.

La carretera se acoplaba al terreno y trazaba continuas curvas, sin peligro, que me mantenían atento a la conducción y obligaban a controlar la velocidad. Mejor, porque nos ayudaba a disfrutar del paisaje. En un tramo advertían del mal estado del firme causado por las raíces de los árboles que lo habían rizado. Balanceaban el coche y en un despiste podían causar un accidente.

Íbamos hablando de Enrique el Navegante y de su escuela de navegación de Sagres, de sus expediciones y de los hitos geográficos de la época de los Descubrimientos, de la inmensa riqueza y prestigio que dieron a Portugal.

Antes de alcanzar Sagres el paisaje se hizo más duro. Conducíamos por una plataforma de granito y la vegetación era tímida, como si se escondiera de todos los tesoros que acaparaba.

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