Desechamos regresar al pueblo y
continuamos hasta Zambujeira do Mar, a unos 25 kilómetros. Esperábamos ser
ungidos por mayor suerte. Mientras conducía, Jose fue localizando restaurantes.
En una zona de acantilados, cerca de un pequeño puerto pesquero encajonado,
había un merendero de buenas trazas, O Sacas, que prometía buenas
viandas. Allí se reunían los veraneantes locales, los caminantes que recorrían
la Ruta Vicentina, que pasaba por el lugar, y los nómadas como nosotros.
Nos apostamos en la entrada. El
que parecía el encargado, que servía las mesas muy estresado y con cara de
pocos amigos, no nos miró ni una sola vez, lo que concitó los comentarios
negativos de dos parejas jóvenes andaluzas a los que nos unimos. Mientras, se
nos fue haciendo la boca agua con las bandejas de pescado y marisco que sacaban
para un grupo familiar que se iba a poner como el tenazas. Y, como Dios existe,
fuimos bendecidos con una mesa a la sombra y dos cervezas que nos devolvieron
la vida. Pedimos picadillo a la forma del Alentejo, que era un magro en
tajadas, chipirones para Jose y un pulpo a la pescadora, en salsa y con patatas
dulces, para mí. No pude acabarlo de abundante que era. Jose dio buena cuenta a
todo. Sin un café no me hubiera podido subir al coche.
Pessoa escribió, bajo el
heterónimo de Ricardo Reis, una bella oda que recordamos mirando al mar del
inicio de la tarde:
El mar yace: gimen en secreto los vientos
en
Eolo cautivos;
sólo con las puntas del tridente las vastas
aguas
pliega Neptuno;
y la playa es alba y llena de pequeños
brillos
bajo el sol claro.
Inútilmente parecemos grandes.
Nada
en el ajeno mundo,
nuestra vista grandeza recorre
o
con razón nos sirve.
Si aquí de un manso mar mi honda huella
tres
olas la borran,
¿qué me hará el mar que en la otra playa
es
eco de Saturno?
La costa era de ecos míticos.
Era abrupta, peligrosa, plagada de rocas que afloraban por encima de las aguas
y marcaban su terreno ante visitantes no deseados. Era amenazante, aunque ello
la hacía más atrayente.
El pueblo estaba sobre los
acantilados que encajaban una ancha playa. Los bañistas se habían instalado en el
interior, casi junto a los taludes. La marea subía ostensiblemente. Las olas eran
largas, como abanicos gigantes de pasos parsimoniosos. El viento rompía su
cautiverio y nos dejaba un sentimiento húmedo en el rostro. La naturaleza se
manifestaba con fuerza.
Desde Porto das barcas, con sus
cabañas de pescadores, nos dirigimos al pueblo con blancas casas nuevas. Poca
gente por las calles porque el sol animaba a disfrutar de la siesta o a bajar a
la playa. La iglesia nos miraba seria. Desde aquel mirador privilegiado
estudiamos la playa, la costa recortada que se prolongaba hasta el horizonte
brumoso. Hacia el mar, ninguna presencia. No quisimos romper el silencio.
Con el alma plena nos volvimos a
poner en carretera. Seguimos disfrutando del Parque Natural del Sudoeste
Alentejano y la Costa Vicentina.
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