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Descubriendo Portugal 160. Zambujeira do Mar.


 

Desechamos regresar al pueblo y continuamos hasta Zambujeira do Mar, a unos 25 kilómetros. Esperábamos ser ungidos por mayor suerte. Mientras conducía, Jose fue localizando restaurantes. En una zona de acantilados, cerca de un pequeño puerto pesquero encajonado, había un merendero de buenas trazas, O Sacas, que prometía buenas viandas. Allí se reunían los veraneantes locales, los caminantes que recorrían la Ruta Vicentina, que pasaba por el lugar, y los nómadas como nosotros.

Nos apostamos en la entrada. El que parecía el encargado, que servía las mesas muy estresado y con cara de pocos amigos, no nos miró ni una sola vez, lo que concitó los comentarios negativos de dos parejas jóvenes andaluzas a los que nos unimos. Mientras, se nos fue haciendo la boca agua con las bandejas de pescado y marisco que sacaban para un grupo familiar que se iba a poner como el tenazas. Y, como Dios existe, fuimos bendecidos con una mesa a la sombra y dos cervezas que nos devolvieron la vida. Pedimos picadillo a la forma del Alentejo, que era un magro en tajadas, chipirones para Jose y un pulpo a la pescadora, en salsa y con patatas dulces, para mí. No pude acabarlo de abundante que era. Jose dio buena cuenta a todo. Sin un café no me hubiera podido subir al coche.



Pessoa escribió, bajo el heterónimo de Ricardo Reis, una bella oda que recordamos mirando al mar del inicio de la tarde:

El mar yace: gimen en secreto los vientos

         en Eolo cautivos;

sólo con las puntas del tridente las vastas

         aguas pliega Neptuno;

y la playa es alba y llena de pequeños

         brillos bajo el sol claro.

Inútilmente parecemos grandes.

         Nada en el ajeno mundo,

nuestra vista grandeza recorre

         o con razón nos sirve.

Si aquí de un manso mar mi honda huella

         tres olas la borran,

¿qué me hará el mar que en la otra playa

         es eco de Saturno?


 

La costa era de ecos míticos. Era abrupta, peligrosa, plagada de rocas que afloraban por encima de las aguas y marcaban su terreno ante visitantes no deseados. Era amenazante, aunque ello la hacía más atrayente.

El pueblo estaba sobre los acantilados que encajaban una ancha playa. Los bañistas se habían instalado en el interior, casi junto a los taludes. La marea subía ostensiblemente. Las olas eran largas, como abanicos gigantes de pasos parsimoniosos. El viento rompía su cautiverio y nos dejaba un sentimiento húmedo en el rostro. La naturaleza se manifestaba con fuerza.



Desde Porto das barcas, con sus cabañas de pescadores, nos dirigimos al pueblo con blancas casas nuevas. Poca gente por las calles porque el sol animaba a disfrutar de la siesta o a bajar a la playa. La iglesia nos miraba seria. Desde aquel mirador privilegiado estudiamos la playa, la costa recortada que se prolongaba hasta el horizonte brumoso. Hacia el mar, ninguna presencia. No quisimos romper el silencio.

Con el alma plena nos volvimos a poner en carretera. Seguimos disfrutando del Parque Natural del Sudoeste Alentejano y la Costa Vicentina.

 

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