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Descubriendo Portugal 159. Vila Nova de Milfontes.


 

Vila Nova de Milfontes me recordó inmediatamente a los lugares de veraneo de mi infancia. Hablé de ellos con nostalgia a Jose, que los conoció ya devorados por la especulación y el turismo de masas que nos había arrebatado su esencia de tranquilidad y de refugio de nuestros recuerdos. Aunque en verano el pueblo se llenaba de veraneantes, Milfontes no se había poblado de torres altas y antiestéticas. El alojamiento era limitado y la invasión controlada. El protagonismo lo mantenían las casas blancas, la escasa altura, la parsimonia de los visitantes. Dicen que aquí se refugió el general cartaginés Aníbal. Quizá ahora se retirarían aquí los nuevos guerreros de la sociedad de consumo en busca de su perdida identidad por influjo de su avaricia.



Tuvimos suerte y aparcamos en el centro. Nos dirigimos a la cercana oficina de turismo. No sabíamos muy bien cómo movernos para descubrir los encantos del pueblo. Una encantadora joven nos entregó un plano y en él marcó lo principal. En cuatro zancadas alcanzamos el estuario del río Mira y las playas, a ambos lados de la desembocadura. Los bañistas gozaban de espacio suficiente entre ellos.

La Villa fue fundada en el siglo XV por decreto real. Fue arrasada por los piratas en 1590 y el rey Felipe III (segundo de Portugal) decidió la construcción del fuerte de San Clemente para defenderla. Actualmente era de propiedad privada y estaba cubierto de enredadera, como si deseara dejar claro que había perdido su carácter defensivo. En la placita contigua se alzaba un monumento a los héroes portugueses de la aviación, Brito Paes y Sarmiento Brires, quienes en 1924 partieron desde el cercano Campo dos Coitos y volaron hasta Macao, por entonces aún colonia lusa. Varios árboles regalaban una valiosa sombra.



La playa más cercana y amplia era la de Franquia. Daban ganas de ponerse el bañador y darse un baño en sus aguas claras, dar un paseo sintiendo la arena fina o entregarse al placer de una cerveza fría en uno de los chiringuitos o restaurantes. Continuamos por el paseo marítimo hasta la playa de Farol, el faro y una horrorosa escultura de un arcángel que daba cierto miedo. Contemplamos la población y las playas al otro lado, especialmente Furnas.

Crecía en nosotros un imperioso deseo de regresar cuando no fuera agosto para vivir el pueblo y visitar con intensidad la zona, las pequeñas calas entre acantilados, las dunas cubiertas de matorral, los escollos batidos por las olas que harían las delicias de un buen surfista, las rutas caminando por una naturaleza virgen. La denominada “princesa del Alentejo” era una joya para disfrutar con pausa.



Más al norte habían cubierto la playa con montoncitos de piedras, como las torres que construyen los niños con la arena mojada que se desprende a pegotitos, como pequeñas figuras rituales. Las olas eran más bravas.

Regresamos donde habíamos aparcado, vimos la iglesia Matriz (la parroquial) por fuera, exploramos ligeramente el entramado de casas y nos fuimos al Portinho do Canal, el recoleto puerto pesquero en donde fondeaban barcos de pesca y alguno deportivo. Allí nos había mandado la chica de turismo para comer. Para nuestra decepción, los restaurantes estaban cerrados. La pandemia había hecho estragos en el sector.

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