Vila Nova de Milfontes me
recordó inmediatamente a los lugares de veraneo de mi infancia. Hablé de ellos
con nostalgia a Jose, que los conoció ya devorados por la especulación y el
turismo de masas que nos había arrebatado su esencia de tranquilidad y de
refugio de nuestros recuerdos. Aunque en verano el pueblo se llenaba de
veraneantes, Milfontes no se había poblado de torres altas y antiestéticas. El
alojamiento era limitado y la invasión controlada. El protagonismo lo mantenían
las casas blancas, la escasa altura, la parsimonia de los visitantes. Dicen que
aquí se refugió el general cartaginés Aníbal. Quizá ahora se retirarían aquí los
nuevos guerreros de la sociedad de consumo en busca de su perdida identidad por
influjo de su avaricia.
Tuvimos suerte y aparcamos en el
centro. Nos dirigimos a la cercana oficina de turismo. No sabíamos muy bien
cómo movernos para descubrir los encantos del pueblo. Una encantadora joven nos
entregó un plano y en él marcó lo principal. En cuatro zancadas alcanzamos el
estuario del río Mira y las playas, a ambos lados de la desembocadura. Los
bañistas gozaban de espacio suficiente entre ellos.
La Villa fue fundada en el siglo
XV por decreto real. Fue arrasada por los piratas en 1590 y el rey Felipe III
(segundo de Portugal) decidió la construcción del fuerte de San Clemente para
defenderla. Actualmente era de propiedad privada y estaba cubierto de enredadera,
como si deseara dejar claro que había perdido su carácter defensivo. En la
placita contigua se alzaba un monumento a los héroes portugueses de la
aviación, Brito Paes y Sarmiento Brires, quienes en 1924 partieron desde el
cercano Campo dos Coitos y volaron hasta Macao, por entonces aún colonia lusa.
Varios árboles regalaban una valiosa sombra.
La playa más cercana y amplia
era la de Franquia. Daban ganas de ponerse el bañador y darse un baño en sus
aguas claras, dar un paseo sintiendo la arena fina o entregarse al placer de
una cerveza fría en uno de los chiringuitos o restaurantes. Continuamos por el
paseo marítimo hasta la playa de Farol, el faro y una horrorosa escultura de un
arcángel que daba cierto miedo. Contemplamos la población y las playas al otro
lado, especialmente Furnas.
Crecía en nosotros un imperioso
deseo de regresar cuando no fuera agosto para vivir el pueblo y visitar con
intensidad la zona, las pequeñas calas entre acantilados, las dunas cubiertas
de matorral, los escollos batidos por las olas que harían las delicias de un
buen surfista, las rutas caminando por una naturaleza virgen. La denominada
“princesa del Alentejo” era una joya para disfrutar con pausa.
Más al norte habían cubierto la
playa con montoncitos de piedras, como las torres que construyen los niños con
la arena mojada que se desprende a pegotitos, como pequeñas figuras rituales.
Las olas eran más bravas.
Regresamos donde habíamos
aparcado, vimos la iglesia Matriz (la parroquial) por fuera, exploramos
ligeramente el entramado de casas y nos fuimos al Portinho do Canal, el
recoleto puerto pesquero en donde fondeaban barcos de pesca y alguno deportivo.
Allí nos había mandado la chica de turismo para comer. Para nuestra decepción,
los restaurantes estaban cerrados. La pandemia había hecho estragos en el
sector.
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