Iniciábamos una jornada de
transición, de traslado de un entorno a otro diferente, de kilómetros en el
coche. Esas jornadas pueden ser frustrantes si no van acompañadas de alguna
visita interesante que rompa con el simple cambio de hotel y de centro de
operaciones.
Nos levantamos poco después de
las ocho, preparamos el equipaje, bajamos a desayunar y nos pusimos en ruta a
las 9:45. En el hotel quedaron tres de mis libros alimentando su pequeña
biblioteca.
En nuestro avance por el país
vecino nos había acompañado la voz de Saramago en Viaje a Portugal, un
libro poético e intimista, un libro de sensaciones y pensamientos. Publicado en
1980, Saramago estaba en su madurez, en torno a la cincuentena, al realizar el
viaje. Portugal volvía a la normalidad democrática después de los oscuros
tiempos de la prolongada dictadura de Salazar, buscaba su identidad, como
también la buscaba el autor por los caminos de su país.
Optó preferentemente por los
campos o los valles y las montañas, las aldeas y los pueblos sobre las ciudades,
el arte antiguo sobre el moderno, el contacto con la gente llana sobre los
intelectuales. Le entusiasmaban los cuentos y las leyendas que se asociaban con
aquellos lugares y que perfilaban el carácter ancestral de los portugueses.
Nos trasladó una imagen del país
costumbrista, tradicional, primitiva, anclada en el tiempo, sin rastro del
progreso. En ese mundo antiguo era donde encontraba las esencias, donde se sentía
identificado, donde su vagar le llevaba e inflamaba su corazón literario. Y, en
parte, aunque había impregnado todo nuestro viaje, esa era la intención singular
de aquel día.
Salimos hacia el norte, como
para ir a Palmela, tomamos la A 2 dirección este y la E 1 hacia Alcácer do Sal,
dirección sur, rodeando el enorme estuario del Sado, que quedaba a nuestra
derecha. El paisaje nos recordó a Extremadura, a la dehesa de alcornoques, a
los terrenos de ganado porcino. En la zona, más al sur, abundaba el cerdo
negro. Hasta elaboraban una ginebra con ese nombre, Black Pig.
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