Salimos a las ocho de la tarde,
cuando el calor se apaciguaba y la gente volvía a atreverse a caminar por la
calle. El coche se quedó en el hotel y nos fuimos al centro caminando.
Estábamos más cerca de lo que imaginábamos. Nuestra visión de la ciudad con
aquel atardecer avanzado requería el ritual de los pasos de los viajeros sensibles.
El ritual de la caza y captura
del restaurante deseado había vuelto a apostar a los veraneantes en las
terrazas y a la puerta de los establecimientos. Menos mal que Jose había hecho
una reserva en Sab’a Mar, una marisquería que gozaba de buena fama.
Hasta las nueve podíamos pasear, saludar la estatua de Carlos Rodrígues,
conocido como Manel Bola, sentarnos junto al gracioso calamar del que salían
los chocos y contemplar con calma las casas de colores.
La cena consistió en una
mariscada a base de buey de mar, langostinos, mejillones, almejas, berberechos,
navajas y choco con el acompañamiento de patatas fritas, dos cervezas, dos
copas de vino de la zona y buena charla. De postre, una especie de crema
catalana y un chupito. Y todo por 82,40 euros, una ganga. Nos quitamos los
sinsabores de la noche anterior.
Por supuesto, nos vino bien
caminar de regreso al hotel.
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