Si nos hubiéramos ido a
descansar al hotel para evitar las horas más duras de la canícula hubiéramos
perdido la tarde. Bien alimentados, la somnolencia nos atacó duramente, pero
recordamos el espíritu legendario de los descubridores portugueses, y sus
hazañas narradas por Camoens, y nos dirigimos a la ciudad.
Aparcamos en rua Tenente
Valadim (hicimos una foto de la placa de la calle por si no nos acordábamos al
regreso) pusimos en el parquímetro más monedas de las que consideramos
necesarias (a la postre, escasas) y caminamos hasta la plaza de Bocage, con el
ayuntamiento y la iglesia de São Julião. Las terrazas de los restaurantes
estaban vacías. No había locos tan desesperados para ocuparlas. En el centro de
la amplia plaza estaba Bocage:
Está en
lo alto de aquella columna -escribió Saramago- vuelto hacia la iglesia de São
Julião, y se estará preguntando a sí mismo, por qué lo han puesto allí, tan
solo, él que fue hombre de bohemia, de versos improvisados en tabernas, de
tumultuosos amores en casas de alquiler, de mucha pendencia y vino… Manuel
María merecía una arrebatada furia, no esta romanización de museo, esta
imitación de senador que va a predicar en el fórum sonetos de salutación. Al
viajero le gustaría enterarse, cualquier día de estos, que Setúbal decidió
colocar en esta plaza otra estatua menos de piedra, ya que de carne y hueso no
puede ser.
La contigua iglesia de São
Julião estaba cerrada. Nos acercamos a su pórtico manuelino y nos quedamos con
las ganas de ver sus azulejos. Continuamos por una de las calles a su costado,
peatonal y comercial, con atractivas tiendas cerradas. Nos gustó el arte
urbano, callejero (sin insultar, por supuesto) de una abeja gigante encaramada
a un balcón, un cierre con grafiti artístico, una plaza a San Marçal o una
escultura de mujer sentada. Animaban al peatón a fijarse en los detalles, a
hacer cariñoso el paseo. Contribuía la suave música ambiente. En una librería
de viejo vendían las obras de Bocage y varios libros de historia de Portugal.
En portugués. Nos preguntamos si los encontraríamos en español a nuestro
regreso a Madrid.
Unos sencillos azulejos
conmemoraban el 450 aniversario del paso por Setúbal de San Francisco Javier,
jesuita español bautizado como Apóstol de las Indias, activo misionero en
extremo Oriente y Japón. Era el patrón de la ciudad. Su escultura estaba cerca
del muelle de los ferrys.
Las calles estrechas favorecían
la sombra. Alcanzamos la catedral con sus dos torres, plazas recoletas, una
iglesia reconvertida en la sede de la policía judiciaria.
En la parte alta estaba el
mirador de San Sebastián con un acogedor emparrado y unos vistosos azulejos
geométricos. Un par de señores mayores vagaban sin rumbo y una pareja se
dedicaba arrumacos amorosos.
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