Habíamos atisbado la fortaleza
desde el mar. Era una presencia imponente que sobresalía por encima de las
montañas. Era un lugar estratégico entre los estuarios del Tajo y el Sado. Por
ello, la zona estuvo habitada incluso antes de las ocupaciones romana y
visigoda. Fueron los árabes los que construyeron la primera fortaleza que fue
el precedente de la que contemplábamos. Conquistada por el primer rey
portugués, Afonso Henríquez, reconquistada por los musulmanes, no fue hasta el
reinado de su hijo Sancho I cuando se consolidó la plaza.
La noche antes no habíamos
encontrado referencias sobre Palmela en la guía. Fue Jose quien las localizó en
internet y propuso la visita. Saramago destacaba la calidad de sus vinos (la
fiesta de la vendimia era la más importante de la villa) y nos incitaba a subir
al castillo:
Es su
primer destino Palmela, alta villa de buen vino que con dos gotas transforma al
que lo bebe. No siempre el viajero sube a los castillos, pero en éste se
detendrá. Desde lo alto de la torre del homenaje dan los ojos la vuelta al
mundo y, como no se cansan, vuelven.
Palmela ofrecía otros atractivos
al visitante, como la iglesia de San Pedro, con unos bellos azulejos. La de la
Misericordia también estaba dotada de estupendos azulejos y un buen retablo barroco.
Cerca de ella estaba el pelourinho. Hacia el Sado se desplegaban varios
conventos de los que no sabría decir si eran interesantes.
Aparcamos junto a unos olivos.
La fortaleza impactó en nuestros ojos. Una parte del antiguo convento
santiaguista había sido transformado en pousada, como San Felipe. Desde
aquel primer mirador comprobamos el carácter de atalaya del altozano sobre el
que se disponía. La mirada alcanzaba hasta Setúbal y Troia, por un lado, y
hacia Lisboa, el Tajo y la llanura, por otro. Ascendimos bajo la intensa mirada
del sol, que no daba tregua.
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