En 1580, Felipe II, rey de
España, se convierte en rey de Portugal (como Felipe I) al consolidar sus
derechos dinásticos al morir sin descendencia el rey don Sebastián en la
batalla de Alcazarquivir (el 4 de agosto de 1578), y su tío y sucesor, Enrique
I, dos años después.
Consciente de la importancia del
puerto de Setúbal y del estuario del Sado, y de las precarias fortificaciones
que los defendían, tomó la decisión de construir una gran fortaleza. No era una
idea nueva, ya que Juan III en la primera mitad del siglo XVI fue consciente de
aquellas debilidades. Las incursiones de los piratas eran frecuentes y
terribles. A ellos se unían unos nuevos enemigos, los de la Corona Española,
ingleses y holandeses. Tanto interés demostró el monarca que estuvo en la
ceremonia de colocación de la primera piedra del castillo en 1582. Encargó el
proyecto al ingeniero militar italiano Felipe Terzi. Las obras concluyeron en
1600 bajo el mando del también italiano Francisco Torriani.
La inmensa flota que reunió
Felipe II para la invasión de Inglaterra en 1588, la Armada Invencible, se
agrupó en Lisboa. Un motivo más para que las instalaciones militares de la zona
fueran una realidad y desanimaran a los enemigos del Imperio que desearan
alguna incursión no deseada.
La fortaleza ya existente al
inicio de las obras del castillo de San Felipe era la de Santiago de Outao, más
al oeste, casi frente a la península de Troia que divisamos en nuestra
incursión dos días antes hacia la Sierra de Arrábida.
Tomamos la carretera que
ascendía hacia el castillo y aparcamos a un centenar de metros. Había media
docena de coches. La fortaleza, en forma de estrella, adaptada a los ataques de
la artillería de la época, se asomaba amenazante y avanzaba sus muros en pico
hacia el mar, como una proa de piedra. En lo alto ondeaba la bandera
portuguesa.
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