En todas las referencias que
habíamos consultado resaltaban el convento y su iglesia como uno de los lugares
imprescindibles a visitar. Sin embargo, éramos un poco escépticos sobre el
valor artístico de este monumento. Nuestras dudas se disiparon rápidamente.
El convento fue fundado en 1490
a instancias de la nodriza del rey Manuel I, Justa Rodrigues Pereira. La obra
fue encomendada a Diogo de Boitaca, el primer arquitecto de los Jerónimos de
Lisboa. Contó con el patrocinio real, lo que se tradujo en una gran obra.
Entramos, pagamos el ticket (la persona de la taquilla se interesó por nuestra
procedencia) y salimos al claustro.
En 1888 cesó su actividad como
convento para convertirse en el hospital del Espírito Santo hasta 1959. Ese
cambio de uso provocó la transformación de los espacios. Habían realizado
diversas actuaciones arqueológicas (que aún continuaban) para la recuperación
de los mismos. La restauración a la que habían sometido al complejo religioso
había devuelto el vigor a la piedra rosada de la zona, que lo caracterizaba.
El claustro mantenía la
serenidad del pasado. Siguiendo nuestra costumbre, recorrimos su perímetro
admirando pequeños detalles escultóricos, como algunos rostros cortesanos. En
el claustrillo, en una de las esquinas, permanecía un hueco que quizá
correspondía a una fuente o un lavadero. Entramos en algunas de las salas
vacías.
Subimos a la planta superior,
con una de las joyas del recinto: el coro superior. A ambos lados había una
sencilla sillería. Los muros estaban cubiertos de vistosos azulejos
geométricos. Lo más relevante estaba de frente.
En el centro, las puertas que
comunicaban con la iglesia y que estaban decoradas con doce pinturas de santos
y la fundadora del convento (en la esquina inferior derecha). Había sido
financiado por el rey Felipe III de España y su esposa Margarita de Austria en
1611. Sobre las puertas despuntaba una pintura sobre la Transfiguración de
Jesús. No aparecían los habituales tres apóstoles (Pedro, Santiago y Juan) y
Jesús era representado dos veces, como figura humana y divina.
El relicario se desplegaba a
ambos lados de la puerta. No era el original de 1605, destruido en el terremoto
de 1755, sino el posterior en estilo rococó. Los seis oratorios, cuatro en la
pared de entrada y dos en los laterales, estaban adornados con diversas
pinturas. Las columnas estaban ricamente decoradas. Nos preguntamos si sería
fácil orar sin despistarse con tantas bellezas artísticas o si la temática
religiosa era suficientemente inspiradora.
Un ala de la parte superior
estaba dedicada al museo. Agrupaba obras de gran valor artístico de diversas
épocas y algunos cuadros costumbristas interesantes.
Para la visita de la iglesia
había que salir del convento hacia la amplia plaza que precedía su alta
fachada. Allí se alzaba un cruceiro del siglo XVI que mandó construir Jorge de
Lancaster, Duque de Aveiro y de Coímbra y Maestre de la Orden de Santiago. La portada
en piedra de la Arrábida anunciaba el estilo manuelino del conjunto. Se
consideraba a esta iglesia como la primera construida en estilo manuelino.
Nos gustaron las delgadas
columnas en espiral que separaban las tres naves. El ábside estaba cubierto de
azulejos cuadrados. En la parte baja de los muros se representaban escenas de
la vida de san Francisco en azulejos de una gran calidad. Los arcos de piedra
del techo resaltaban por el color blanco de la bóveda.
Alcanzamos el ábside y
regresamos al coche.
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