Aquel día estaba predestinado a
ser un complemento de los anteriores para visitar lo que había quedado
rezagado.
En el diseño inicial era un día
sin claras obligaciones, algo necesario teniendo en cuenta nuestra costumbre de
no entrar en el hotel antes de las ocho de la tarde.
La opción de un día dedicado a
la playa nos seducía poco. El día anterior habíamos disfrutado de ella en Troia
y el sol y el viento nos habían vapuleado con saña. La operativa para las
playas era complicada. La habíamos sufrido el domingo en Arrábida. Los
aparcamientos se colapsaban y los huecos en los arcenes de las carreteras eran
una quimera. Si conseguías zafarte del coche aún tenías que caminar un buen
tramo hasta la playa. Luego, es cierto, no estaban muy saturadas. La selección
natural.
El ayuntamiento aconsejaba acudir
en autobús. No era extraño circular por la ciudad y encontrar en las paradas a
gente con bañador y chanclas, con silletas y sombrillas. Muy popular, aunque
para nosotros, que estábamos acostumbrados a las comodidades de bajar del
apartamento, caminar doscientos metros y tocar la arena, nos parecía un tanto
descalificante.
Nos despertamos a las nueve y
conseguimos bajar a desayunar más rápido que el día anterior, con lo que
estuvimos prácticamente solos un pequeño rato. Nos pusimos los guantes de
plástico, obligatorios, y nos pegamos un desayuno abundante. Cuando concluimos
el desayunador era un mercado persa.
Nuestra intención era empezar
por la fortaleza de San Felipe, pero nos topamos con el convento y la iglesia
de Jesús. Los mapas iban por libre en el navegador y no sabemos por qué no
aparecía en el móvil el trayecto resaltado, como en Google Maps, con lo que
fuimos guiados por la seductora voz del programa.
Aparcar en Setúbal, ya fuera
pagando o no, era misión imposible, algo desesperante y de resultado cercano a
la ilegalidad. Las marcas del suelo las debieron pintar en tiempos del poeta
Bocage, del que luego hablaremos, y la señalización vertical no era tampoco muy
clara. Al lado del ayuntamiento había un sitio con esa mezcla de deseo y
clandestinidad, tan atrayente por tirar el coche, como incierta en cuanto al
resultado. Hay que arriesgar en esta vida. Un minuto después, apareció otro coche
cuyo conductor no tuvo tantos escrúpulos.
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