Quizá ese mundo popular era el
que gozaba de mejor acceso al aislamiento y la tranquilidad. Una vez que
saltabas Troia Golf, que fue el motor inicial del turismo de lujo allá por la
década de 1980, la naturaleza se convertía en protagonista absoluta. En esa
parte disfrutaríamos de la playa.
La península era una barra de
arena cuyas dunas se habían consolidado gracias a la vegetación, matorral,
esencialmente. En algunas zonas los pinos habían resistido los embates del
viento. Para recorrerla, la carretera discurría por el centro y, en ocasiones,
se convertía en un privilegiado mirador.
Desaconsejaban el baño en la
zona oriental, la del estuario. Allí se sucedían los esteiros hasta el
istmo. Con la mirada en la parte occidental, la atlántica, fuimos buscando un
acceso a la larguísima playa de fina arena. No lo había. Cada uno aparcaba
donde mejor podía y atravesaba por las dunas sin una ruta definida.
Al alcanzar la playa quedamos
impresionados. Era amplia y su final se perdía en el horizonte, donde parecía
fusionarse con el mar y el cielo. Aquí sí que no había apreturas. Disfrutabas
de todo el espacio que cada uno deseara. Dejamos nuestras cosas en la arena y
nos dimos nuestro segundo baño del día. Había que ser prudentes ya que era mar
abierto. Las olas no eran preocupantes.
El principal enemigo era el
viento. Los bañistas se protegían con tiendas tipo iglú o telas, más que con sombrillas,
que eran sometidas a constantes batidas. Nosotros habíamos sacado un antiguo
paraguas enorme que siempre llevaba en el coche y que fue destrozado en poco
tiempo. Nos quedábamos sin sombra.
Al preparar los sándwiches y
sacar la comida y la fruta todo quedó impregnado de arena en un santiamén.
Sentados sobre la toalla comimos algo de arena. Un poco incómodo, la verdad.
Matamos el hambre.
Nos dimos un largo paseo por la
playa. El sol picaba, el potente viento paliaba la sensación de calor. Temíamos
quemarnos. Nos reconfortábamos con un baño. La arena impulsada por el viento
formaba como culebrillas a ras de suelo, un fenómeno que nos mantuvo
entretenidos.
Levantamos el campo y regresamos
al coche. Queríamos desplazarnos hasta el istmo, hasta Comporta. Era una zona
de arrozales, de marismas y casas dispersas que se había puesto de moda en los
últimos años. Era la nueva Ibiza. Jose comentó que se organizaban estupendas
fiestas protagonizadas por gente bien. A mí ese rollo no me atraía y tampoco
demasiado a Jose.
Nuestra idea al diseñar el viaje
era haber dormido en Comporta o sus alrededores, pero no había disponibilidad.
Los precios, además, se habían elevado considerablemente. María, hermana de
Jose, y Borja, su marido, que eran los que habían estado más veces, habían
visitado la zona fuera de temporada, lo que había facilitado todo. Así que
tuvimos que conformarnos con atravesar el lugar y tomar un refresco en un sitio
apartado.
Embarcamos a las siete de la
tarde. Por supuesto, el ferry iba a tope. Yo me quedé un rato dormitando en el
coche. Estaba cansado.
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