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Descubriendo Portugal 142. Una naturaleza salvaje, una playa infinita,


 

Quizá ese mundo popular era el que gozaba de mejor acceso al aislamiento y la tranquilidad. Una vez que saltabas Troia Golf, que fue el motor inicial del turismo de lujo allá por la década de 1980, la naturaleza se convertía en protagonista absoluta. En esa parte disfrutaríamos de la playa.

La península era una barra de arena cuyas dunas se habían consolidado gracias a la vegetación, matorral, esencialmente. En algunas zonas los pinos habían resistido los embates del viento. Para recorrerla, la carretera discurría por el centro y, en ocasiones, se convertía en un privilegiado mirador.

Desaconsejaban el baño en la zona oriental, la del estuario. Allí se sucedían los esteiros hasta el istmo. Con la mirada en la parte occidental, la atlántica, fuimos buscando un acceso a la larguísima playa de fina arena. No lo había. Cada uno aparcaba donde mejor podía y atravesaba por las dunas sin una ruta definida.

Al alcanzar la playa quedamos impresionados. Era amplia y su final se perdía en el horizonte, donde parecía fusionarse con el mar y el cielo. Aquí sí que no había apreturas. Disfrutabas de todo el espacio que cada uno deseara. Dejamos nuestras cosas en la arena y nos dimos nuestro segundo baño del día. Había que ser prudentes ya que era mar abierto. Las olas no eran preocupantes.



El principal enemigo era el viento. Los bañistas se protegían con tiendas tipo iglú o telas, más que con sombrillas, que eran sometidas a constantes batidas. Nosotros habíamos sacado un antiguo paraguas enorme que siempre llevaba en el coche y que fue destrozado en poco tiempo. Nos quedábamos sin sombra.

Al preparar los sándwiches y sacar la comida y la fruta todo quedó impregnado de arena en un santiamén. Sentados sobre la toalla comimos algo de arena. Un poco incómodo, la verdad. Matamos el hambre.

Nos dimos un largo paseo por la playa. El sol picaba, el potente viento paliaba la sensación de calor. Temíamos quemarnos. Nos reconfortábamos con un baño. La arena impulsada por el viento formaba como culebrillas a ras de suelo, un fenómeno que nos mantuvo entretenidos.

Levantamos el campo y regresamos al coche. Queríamos desplazarnos hasta el istmo, hasta Comporta. Era una zona de arrozales, de marismas y casas dispersas que se había puesto de moda en los últimos años. Era la nueva Ibiza. Jose comentó que se organizaban estupendas fiestas protagonizadas por gente bien. A mí ese rollo no me atraía y tampoco demasiado a Jose.

Nuestra idea al diseñar el viaje era haber dormido en Comporta o sus alrededores, pero no había disponibilidad. Los precios, además, se habían elevado considerablemente. María, hermana de Jose, y Borja, su marido, que eran los que habían estado más veces, habían visitado la zona fuera de temporada, lo que había facilitado todo. Así que tuvimos que conformarnos con atravesar el lugar y tomar un refresco en un sitio apartado.

Embarcamos a las siete de la tarde. Por supuesto, el ferry iba a tope. Yo me quedé un rato dormitando en el coche. Estaba cansado.

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