La terminal de Ferrys do Sul había
desarrollado una soberana ristra de vehículos ansiosos por iniciar su jornada
de playa, aunque pronto se redujo al aparecer la primera embarcación. Nosotros
entramos en el barco de las 12. Realizaron las labores de embarque con una
eficacia extraordinaria. La plataforma para los vehículos quedó completada en
pocos minutos. Salimos del coche y subimos a las cubiertas.
El sol era tremendo. Solo lo palió
el viento cuando el ferry se puso en movimiento. El trayecto era corto, unos 20
minutos. Alejarse nos permitió contemplar en toda su amplitud la línea de costa
y cómo asomaban en la parte alta de la ciudad torres y tejados. Hacia la
izquierda, la vista se fijaba en el castillo y en la carretera que habíamos
recorrido el día anterior. Hacia la derecha, la zona industrial y el interior
del estuario del Sado. Todos buscamos en las aguas algún delfín o cualquier ser
marino que nos amenizara la travesía.
Cambiamos al otro extremo. El
perfil norte de la península estaba dominado por cuatro bloques que nos
parecían una aberración urbanística en esa joya geológica. No había forma
humana de eliminarlos en la contemplación de la zona, desde el mar, desde la
sierra o desde la ciudad. Esa punta estaba demasiado urbanizada para nuestro
gusto. La especulación se cobraba su tributo.
El embarcadero estaba en el
costado este de la península. Allí la presión de las construcciones era mucho
menor. Respiramos complacidos. El desembarco fue tan prodigioso como la
maniobra anterior. Poco después estábamos en la carretera rumbo hacia el norte.
No habíamos avanzado más de un kilómetro
cuando un letrero anunció unas ruinas romanas. Para dos empedernidos pedruleros
como Jose y yo fue una sana provocación. Nos desviamos y continuamos por un
polvoriento camino entre pinos y algún eucalipto. Entre los troncos atisbamos
una playa y un brazo de mar que formaba como una albufera abierta.
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