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Descubriendo Portugal 139. Cruzando a la península de Troia


 

La terminal de Ferrys do Sul había desarrollado una soberana ristra de vehículos ansiosos por iniciar su jornada de playa, aunque pronto se redujo al aparecer la primera embarcación. Nosotros entramos en el barco de las 12. Realizaron las labores de embarque con una eficacia extraordinaria. La plataforma para los vehículos quedó completada en pocos minutos. Salimos del coche y subimos a las cubiertas.

El sol era tremendo. Solo lo palió el viento cuando el ferry se puso en movimiento. El trayecto era corto, unos 20 minutos. Alejarse nos permitió contemplar en toda su amplitud la línea de costa y cómo asomaban en la parte alta de la ciudad torres y tejados. Hacia la izquierda, la vista se fijaba en el castillo y en la carretera que habíamos recorrido el día anterior. Hacia la derecha, la zona industrial y el interior del estuario del Sado. Todos buscamos en las aguas algún delfín o cualquier ser marino que nos amenizara la travesía.

Cambiamos al otro extremo. El perfil norte de la península estaba dominado por cuatro bloques que nos parecían una aberración urbanística en esa joya geológica. No había forma humana de eliminarlos en la contemplación de la zona, desde el mar, desde la sierra o desde la ciudad. Esa punta estaba demasiado urbanizada para nuestro gusto. La especulación se cobraba su tributo.

El embarcadero estaba en el costado este de la península. Allí la presión de las construcciones era mucho menor. Respiramos complacidos. El desembarco fue tan prodigioso como la maniobra anterior. Poco después estábamos en la carretera rumbo hacia el norte.

No habíamos avanzado más de un kilómetro cuando un letrero anunció unas ruinas romanas. Para dos empedernidos pedruleros como Jose y yo fue una sana provocación. Nos desviamos y continuamos por un polvoriento camino entre pinos y algún eucalipto. Entre los troncos atisbamos una playa y un brazo de mar que formaba como una albufera abierta.

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