Tomamos el coche y nos dirigimos
a Setúbal. No sé si decir que tuvimos la suerte de perdernos. El navegador nos
llevó hasta el puerto industrial, la zona de contenedores de carga, y luego nos
perdió por unos alrededores anclados en el tiempo. Nunca hubiéramos alcanzado
esa zona de no ser por esta casualidad y, sin duda, nos provocó un interés
instantáneo. No era un lugar hermoso, pero gozaba del atractivo del lugar vivo,
antropológico, lo que no visitaba el turista que se ciñe al guion
desesperadamente. Los niños jugaban a la pelota en la calzada, como Jose o yo
lo habíamos hecho en nuestra infancia antes de que el turismo de masas lo
estropeara casi todo. Los lugareños charlaban sentados sobre sillas de enea a
la puerta de sus casas, saludaban al vecino, que aprovechaba para sentarse y
pegar la pava. Las ventanas estaban aún entrecerradas por la influencia del
sol.
Setúbal era una ciudad bastante
animada en verano. En la zona del bulevar de Luisa Lodi y sus aledaños era
difícil aparcar. Gozaba de una oferta cultural abundante y de calidad, con
festivales de jazz, cine, teatro y música. La cercanía a la capital y una
amplia oferta de alojamiento a un precio aceptable la convertían en un destino
atractivo. Los veraneantes buscaban dónde cenar.
La ciudad no era la más hermosa
y sugerente de Portugal, pero su casco antiguo era interesante, sus edificios
reflejaban un pasado esplendor y un folleto resaltaba su “bahía encantada”. La
combinación que habíamos comprobado de mar, montaña, ríos y playa, con historia
y gastronomía, aseguraban el éxito.
Nos acercamos a la terminal de
ferrys para informarnos sobre los horarios y los precios para la excursión del
día siguiente a Troia. Topamos con una escultura de San Francisco Javier,
patrón de la ciudad. Observamos el mar, de un color más desleído por el
atardecer.
Buscar restaurante volvió a ser
un pequeño suplicio. Todos estaban llenos y en las puertas se arracimaba la
gente esperando mesa. Dimos un amplio paseo y optamos por meternos hacia el
interior. En una amplia plaza había varios establecimientos. Las terrazas
estaban imposibles (la noche se había quedado deliciosa), por lo que
preguntamos para el interior. En A Pedra e Sal nos pidieron los
certificados sanitarios. Jose creía haber dejado el test de antígenos en el
hotel, pero rectificó un minuto después y pudimos entrar. Nos asignaron una
mesa junto a los fogones, un poco calurosa y con aromas varios, aunque muy
entretenida para observar las evoluciones de la cocina, todo un espectáculo.
Comimos un atún excelente.
Regresamos con la tripa llena y
sensación de satisfacción.
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