El cambio obligado de planes nos
había dejado un poco descolocados. Aparcamos nuestra frustración y buscamos una
alternativa para completar la tarde. Optamos por el estuario del Sado.
El río Sado recorría 180
kilómetros desde la sierra de Caldeirão para desembocar en el Atlántico con un
amplio estuario. Su visita era una de las más aconsejadas. Un recorrido en
barca permitía el avistamiento de delfines nariz de botella y otras especies
marinas. La zona era abundante en aves. No estaba lejos de Setúbal. Montamos en
el coche, Jose cargó el destino en el móvil y seguimos las indicaciones.
Llegamos al molino de mareas de
Mourisca cuando la luz del sol era casi horizontal. Aún quedaba tiempo hasta el
tardío anochecer, lo que aliviaba el calor. La zona era de marismas. El agua se
infiltraba por canales e inundaba la zona con el capricho de las mareas, que
debían ser de consideración para haber instalado un molino que se activara con
ellas. El molino lo habían reconvertido en un pequeño museo con paneles
explicativos.
La sensación era nuevamente de
soledad. En la cafetería del molino charlaba un nutrido grupo de gente con
niños. En cuanto te alejabas un poco no había nadie. Las barcas reposaban sobre
la orilla o arrimadas a ella.
Caminamos hasta el observatorio
ornitológico y contemplamos algunas pequeñas aves y algún flamenco. En las
zonas donde se había retirado el mar buscaban comida, pequeños peces atrapados.
Más lejos, algunas casas. Era un lugar al margen del mundanal ruido.
Nos acercamos dando un paseo
hasta las antiguas salinas. Era una experiencia agradable.
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