Se empezaba a hacer tarde para
comer y nos temimos que todo estuviera lleno. Renunciamos a continuar hasta
Sesimbra (con su castillo) y el cabo Espichel y buscamos la carretera para ir
al Portinho (una uña de arena, un arco de luna caído en tiempos de más próxima
vecindad, nos lega Saramago), donde imaginábamos habría algún restaurante.
Antes de llegar al desvío volvimos a encontrarnos con coches a ambos lados,
peregrinos de domingo hacia la playa y un agente que nos animó a largarnos si
no encontrábamos sitio en el aparcamiento.
De esta forma, procuramos salir
de la zona para buscar algo en el interior rumbo a Setúbal. La sed hacía
presencia y esta vez no habíamos tenido la prevención de cargar una botella. En
silencio, salimos de allí.
Cuando ya perdíamos la esperanza
de encontrar un bar, en el interior, casi desierto, encontramos uno. Pedimos
una botella de agua de litro y medio y dos aquarius y nos los bebimos al
instante. El bar era cutre, por lo que renunciamos a comer allí.
Tres cuartos de hora después
estábamos en el hotel Arangues, algo alejado del centro. Era de toda la vida.
Desgraciadamente, la piscina cubierta estaba cerrada por el covid. Bajando una
calle encontramos una cafetería y tomamos un hojaldre y un refresco. Repusimos
el ánimo.
Descansamos del calor y la
decepción hasta que el sol nos dio un poco de tregua.
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