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Descubriendo Portugal 130. El palacio de Queluz VII. Una guerra entre hermanos.

 


Estábamos expectantes por alcanzar la sala de Don Quijote, el lugar que vio nacer y morir a Pedro IV. Fue comedor real hasta que la reina María cedió la estancia a Carlota Joaquina para su primer encuentro con el futuro rey Juan VI. En ella había dado a luz a sus hijos. Los florones de las paredes representaban escenas del ingenioso hidalgo. Javier Moro daba una pauta del paralelismo que pudiera haber entre el personaje novelesco y el rey que fue contra los designios de su padre y de su hermano:

Desde la más tierna infancia, le habían acunado con historias del Quijote, y él se sentía un poco como un caballero andante, porque valoraba la gloria y el honor más que nada en la vida, más que el poder, o que el dinero.



La sala era un homenaje a este rey que consolidó el liberalismo y que murió joven, después de una vida muy intensa. Impulsivo y mujeriego, un gran padre, un mal marido para su primera esposa, Leopoldina. Cuando fue obligado a abdicar en Brasil se conjuró para devolver el trono a su hija María y liberar al país del absolutismo. Se estableció brevemente en Londres, donde conoció a Juan Álvarez de Mendizábal, el mayor exportador de vinos españoles a Gran Bretaña, que había perdido su fortuna tras la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis para devolver el trono a Fernando VII. Él fue quien gestionó los préstamos y las donaciones que permitieron juntar un ejército que se enfrentara a Miguel.

Desde Azores, aquel ejército desembarcó cerca de Oporto, que tomaron sin oposición. Fue una trampa que les obligó a sufrir un asedio de diecinueve meses. La acción del almirante inglés Napier, que desembarcó tropas en el Algarve para que se dirigieran al norte, fue decisiva. Con la rendición de Lisboa terminó el conflicto.



Pedro murió poco después. No quiso unos funerales de estado. “Que a pesar de haber sido rey y emperador, -escribe Javier Moro- su orgullo estaba en acabar sus días como buen soldado, y que le bastaba ser enterrado en un féretro de madera sencillo, como a cualquier comandante del ejército”. Con la muerte cercana perdonaba ingratitudes e injusticias.

La última estancia antes de salir a los jardines fue el tocador de la Reina, decorado con espejos y escenas de niños.

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