Atravesamos los aposentos de la
princesa María Francisca Benedicta, las salas de Humo y de Café (quizá recibían
su nombre de los usos) y penetramos en el comedor, de unas dimensiones
sencillas, casi domésticas, donde reproducían la mesa a la que se sentaban los
comensales reales, quizá no demasiado bien avenidos.
Nos gustó la galería das Mangas
o pasillo de los Azulejos, que separaba el palacio antiguo (de finales del
siglo XVI) del palacio nuevo. Los azulejos más antiguos eran obra de Manuel da
Costa Rosado y representaban escenas de caza. Los neoclásicos eran obra de
Francisco Jorge da Costa y se inspiraban en escenas mitológicas y alegorías.
La decoración oriental, tan de
moda en el siglo XVIII, se reflejaba en la sala de la Antorcha, con un biombo
precioso, y el dormitorio al estilo de don José. Otros palacios de la misma
época también adoptaron esa decoración en alguna estancia.
La sala de los Embajadores era
la más impactante. La precedieron las salas de los Arqueros y de los
Particulares. Como su nombre indicaba, era el lugar para las recepciones de
altos dignatarios extranjeros en funciones diplomáticas. En el techo habían
representado a la familia real asomándose con curiosidad sobre los visitantes.
Allí estábamos nosotros, como embajadores que venían a prestar sus respetos a
los reyes.
A continuación estaba el
Pabellón Robillon, nombre del arquitecto francés que intervino. Agrupaba las
salas del Despacho, de las Azafatas, de las Meriendas y las estancias de la
Reina, incluido su vistoso tocador.
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