Un retrato del infante Miguel,
de Johann Nepomuk Ender, de 1827, un año antes de ser coronado, dominaba la
sala de la Linterna. Se le veía gallardo, apuesto, quizá sabedor de su futuro
inmediato.
En 1817, se había producido un
alzamiento liberal por parte de militares con conexiones masónicas dirigido por
el general Freire. Rápidamente se extendió por el país y el regente, el almirante
inglés William Carr Beresford, lo atajó de forma cruenta. Cuando en 1820
triunfó el alzamiento de Riego en España, el almirante temió que Portugal se
contagiara y viajó hasta Brasil para convencer al rey para que regresara. Las
tradicionales indecisiones de Juan VI provocaron que al regresar Beresford a
Lisboa de su misión se encontrara que la revolución liberal había triunfado. No
dejaron desembarcar al inglés que tuvo que poner rumbo a Londres. El rey se vio
obligado a aceptar una futura constitución. Se abría un periodo de
inestabilidad, paralelo al que sufrió España al otro lado de la frontera.
Al subir al poder Miguel I
derogó la Constitución que había aprobado su hermano Pedro, quien actuaba en
nombre de su hija María II, en la que había abdicado el trono portugués al ser
incompatible con el imperio brasileño. Miguel había engañado a su hermano
aceptando el ofrecimiento de casarse con la pequeña María. Lo hizo a traición,
después de mostrarse arrepentido de sus anteriores asonadas y haber prometido
respetar la Constitución. La represión que siguió a este tercer golpe de estado
instrumentado por su madre, Carlota Joaquina, fue terrible. Los
constitucionalistas fueron ejecutados, encarcelados y se exiliaron a Inglaterra
o Brasil.
Tras la guerra civil contra su
hermano y partidarios se vio obligado a abdicar el 26 de mayo de 1834. Partió
al exilio y no volvió a Portugal. Murió en Alemania.
Años más tarde, en el lugar en
que Pedro IV pasó revista al ejército liberal tras la batalla de Almoster,
Almeida Garrett reflexionaba sobre aquella triste guerra entre hermanos y su
utilidad:
Entonces
volví de nuevo en mí, y me acordé, con amargura y desconsuelo, de los tremendos
sacrificios a que fue condenada esta generación, Dios sabe para qué… Dios sabe
si para expiar las faltas de nuestros antepasados, si para comprar la felicidad
de nuestros venideros…
Vencedores y vencidos sufrieron
y los posibles beneficios “no pesan en la balanza más que los padecimientos,
los sacrificios del pasado, y sobre todo, que la responsabilidad por el futuro”.
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