Enfilamos por un pasillo que
comunicaba varias estancias agradables. El mobiliario no era el original, que
se trasladó a Brasil con la familia real, para gran chasco de los invasores.
Nos imaginamos al infante don Pedro correteando seguido de su hermano Miguel.
Pedro fue considerado un príncipe excéntrico, según recoge Javier Moro (que
corresponde a su juventud en Brasil):
Se
bañaba desnudo en la playa, se hacía amigo de los carpinteros del taller del
palacio y le gustaba trabajar con las manos, a pesar de que los trabajos
manuales eran considerados cosa de esclavos. Sabía lazar los potros con ayuda
de los peones y herrar los caballos mejor que un profesional. Le gustaba ir de
caza con su hermano Miguel, cuatro años menor que él, a disparar a los caimanes
que se arriesgaban a dormir la siesta en el brazo de un río, o a perseguir a
jaguares y ciervos hasta la selva virgen que se extendía, densa y opaca, por
los alrededores de Río de Janeiro. Miguel era más bajo y fornido, y sus ojos
eran un poco saltones. A primera vista nadie diría que eran hermanos.
Y probablemente no lo fueran.
Miguel fue el fruto de una de las aventuras amorosas de su madre, la española
Carlota Joaquina, una mujer fea y coja, pero de armas tomar, “explosiva,
ruidosa, proclive a los berrinches y de un orgullo descomunal -como destaca
Javier Moro- …muy hábil a la hora de desenvolverse en el laberinto cortesano.
Dominaba el arte de la intriga, que utilizaba para sus propios designios
políticos”. Llegó incluso a instrumentar dos golpes de estado contra su marido,
la Vilafrancada y la Abrilada, que le perdonó la traición, aunque la apartó de
su lado. Al regreso de la familia real de Brasil, en 1821, se negó a jurar la
constitución, dejando en mal lugar al rey. Galvanizó el partido absolutista
poniendo al frente del mismo a su hijo Miguel. Siempre ansió el trono.
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