Nos despertamos temprano, a las
8,30. Como en los días anteriores, nuestro desayuno consistió en bifana,
pastel de nata y café con leche. En la calle había poca gente. El calor
amenazaba.
Cerramos el equipaje, cargamos
con él hasta el parking y salimos por la avenida Liberdade hacia el norte para
tomar el nudo de salida hacia Queluz. El Marqués de Pombal parecía haber salido
a despedirse desde lo alto de su monumento contemplando su obra, la
reconstrucción de Lisboa. Las inscripciones describían sus principales actos.
Le acompañaban sus más fieles colaboradores. Luis I colocó la primera piedra el
8 de mayo de 1882, centenario de su muerte. Desde aquí se extendía la ciudad
con buenas casas.
Hubiéramos podido visitar el
parque de Eduardo VII, que tomaba su nombre del monarca británico que visitó la
ciudad. Era un paseo agradable (disfrutado hace una década), quizá entraríamos
en el invernadero. Al disponer de una posición estratégica había sido escenario
de contiendas y revoluciones desde donde se iniciaba el dominio de Lisboa y el
Tajo. Más allá, el Museo Calouste Gulbenkian, un imprescindible que tuve el
placer de visitar hace tiempo.
Lo que no llegamos a visitar ni
intuir fue el acueducto das Aguas Livres, iniciado en 1729 y concluido veinte
años después. Era una obra de ingeniería de 59 kilómetros, cuatro y medio baja
tierra. La referencia era la sierra de Monsanto.
En algo más de un cuarto de hora
alcanzamos el palacio. Aparcamos al lado de un señor que limpiaba el coche
junto al cartel que prohibía esa actividad. Varios runners estaban
preparados para iniciar su sesión. El suelo era bastante irregular, con lo que
nos preguntamos por dónde correrían.
No había nadie en la taquilla.
Quizá habíamos llegado demasiado pronto. En una de las máquinas sacamos
nuestras entradas y salimos a dar un breve paseo para admirar la fachada y
hacer tiempo hasta que abrieran. El edificio que parecía una iglesia con
campanario resultó ser la pousada de Queluz.
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