La Torre de Belén, cuyo nombre
inicial fue Castelo de São Vicente a par de Belém, en honor de San Vicente
Mártir, patrón de Lisboa, estaba inicialmente sobre una base rocosa en el río.
El desplazamiento del Tajo la acercó a la orilla. Fue obra de Francisco de
Arruda y Diogo de Boitaca, que la erigieron en la segunda década del siglo XVI.
Las defensas de la ciudad no eran lo suficientemente buenas, por lo que se
decidió construir la torre para completar el sistema defensivo con las
fortalezas de Cascáis y Caparica. Aún me pregunto si sus fines eran defensivos,
dada su configuración. Parece más una singular torre palaciega de estilo
oriental.
Con los españoles se convirtió
en cárcel y también fue utilizada como faro y como centro de recaudación de
impuestos.
Junto a la Doca de Belém se encontraba
el monumento a los Descubrimientos, construido en 1960 para conmemorar el
quinto centenario de la muerte de Enrique el Navegante. Simulaba la proa de un
barco y por él ascienden treinta y tres personajes vinculados con el tiempo de
los descubrimientos. En lo alto se abre un mirador que permite contemplar en su
totalidad los Jerónimos y la zona circundante.
La visita de la zona debería de
finalizar con un pastel de Belén en la Antiga Confeitaria de Belém, todo un
clásico de estos magníficos hojaldres que hicieron la delicia de nuestro viaje.
El interior del local merece la pena, aunque no siempre es fácil conseguir una
mesa.
Para quien disponga de tiempo
abundante no debe de olvidarse que la zona acapara un buen número de museos,
como el Nacional de Arqueología, el Nacional de Coches o carruajes, el de Arte,
Arquitectura y Tecnología, el de la Marina, la Presidencia de la República o el
muy reputado de Arte Antiga. Sin duda, una estupenda zona para adentrarse en la
idiosincrasia de este país.
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