Avanzamos hasta la cabecera. Nos
dimos la vuelta y observamos el coro iluminado por el rosetón. El púlpito era
impresionante. Todo estaba cubierto de la decoración manuelina, que nos recordó
al plateresco español. Conjugaba elementos orientales traídos de allende los
mares con la tradición occidental. Pero lo más peculiar de esa decoración eran
los elementos marítimos y los objetos descubiertos en las expediciones, muy
abundantes en el claustro, como esferas armilares, cabos marineros y otros.
Saramago nos llamó la atención
sobre las naves:
El
viajero está maravillado. Tantas veces ha hecho profesión de fe en cierta
rudeza natural de la piedra, y se rinde ahora ante esta decoración finísima que
parece encaje imponderable, ante los pilares increíblemente delgados para la
carga que soportan. Y reconoce el golpe de genio que fue dejar en cada pilar
una sección de piedra desnuda de ornamento: el arquitecto, piensa el viajero,
quiso rendir homenaje a la simplicidad primera del material, y al mismo tiempo
introduce un elemento que viene a perturbar la pereza de la mirada y a
estimularla.
Más aún le impresionó la bóveda
del transepto:
Son
veinticinco metros de altura, en un vano de veintinueve por diecinueve metros.
No hay aquí pilar o columna que ampare la enorme masa de la bóveda, lanzada en
un solo vuelo. Como un enorme casco de barco puesto del revés, esta panza
vertiginosa muestra el esqueleto, cubre con sus obras vivas el asombro del
viajero, que está si me arrodillo o si no me arrodillo, para alabar aquí mismo
a quien tanta maravilla concibió y construyó.
La sacristía era inconfundible:
una columna central se desplegaba hacia el techo como la melena de una palmera.
Observamos las pinturas.
Salimos al claustro, amplio, de
esquinas achaflanadas, dos pisos con arquerías geminadas de una gran elegancia.
Dimos un paseo por la galería, nos concentramos en las sorpresas de la
decoración, en las gárgolas, las estatuas. En una de sus capillas estaba
enterrado desde 1985 Fernando Pessoa. El monasterio acogió a los últimos reyes
de la dinastía Aviz, Manuel I y la reina María de Aragón, Juan III y su esposa
Catalina de Austria, Don Sebastián, muerto en la desastrosa batalla de
Alcazarquivir (en una capilla del transepto, dudando de que allí estén sus
restos) y Enrique I, que sólo reinó dos años.
En la sala capitular yacen
Almeida Garrett y Alexander Herculano, dos grandes literatos del siglo XIX.
Subimos al coro alto, con su
hermosa sillería y sus excelentes vistas sobre la iglesia.
Una vuelta por el refectorio,
una amplia sala con hermosos azulejos en el zócalo con escenas religiosas, y
salimos del recinto.
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