Al penetrar en la Iglesia causaba
admiración la altura de la nave, las delgadas columnas que ascendían hasta el
entrecruzado de la bóveda. La sensación era de verticalidad, de espacio. La
labor del hombre al servicio del espíritu.
Nos acercamos a rendir homenaje
a dos de los personajes más relevantes de la epopeya. El primero era el
almirante Vasco de Gama. En el lateral de su tumba figuraban la cruz de la
Orden de Cristo, una carabela y la esfera armilar. Estaba sobre seis leones
símbolo de la valentía. Yace con las manos juntas, rezando. No se sabe si en el
interior están sus huesos.
La otra figura es la de Luís de
Camões (o Camoens), el poeta que compuso Los Lusiadas (Os Lusíadas), en
la que se exalta la hazaña del anterior en tono épico. Él también hizo la ruta
hacia la India. También reza. Su cuerpo
no ocupa el interior y no se conoce el emplazamiento de sus restos. Junto a su
costado, la espada que le acreditaba como soldado. También su tumba la sostenían
seis leones.
Esa combinación de guerrero,
viajero y humanista era bastante habitual en la época de nuestro insigne
escritor (nacido hacia 1524 y muerto en 1580). Nuestro Cervantes es un buen
ejemplo. Su actividad bélica le costó un ojo en la campaña de Marruecos. Cuando
regresó a Lisboa estuvo envuelto en riñas callejeras que le mandaron a la
cárcel durante un año. Quizá esa fuera la razón por la que se embarcó a la
India en 1553. Buscaría fama, aventuras, riqueza. La suerte le fue esquiva y al
regresar estaba en la indigencia. Aunque ese período le permitió escribir el Parnaso
y Os Lusíadas. El manuscrito del primero le fue robado. El del segundo
estuvo a punto de perecer en las aguas del delta del Mekong al sufrir un
naufragio. Se lo arrebató a las aguas a nado. La publicación de su obra maestra
le supuso una pensión de 15.000 reales que cobró de forma irregular. Sus
últimos días son de penurias. Vivió de las limosnas que recaudaba su esclavo
javanés.
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