Entramos en el castillo por un
arco de piedra, pagamos la entrada (diez euros por persona) y accedimos a un
amplio espacio con un suculento mirador. No creemos que los sucesivos pueblos
lo eligieran por sus vistas, salvo que esas vistas fueran esenciales para la
defensa de la ciudad.
Nos asomamos a la ciudad, al
valle que era la Baixa, a los tejados de Alfama, a los pequeños jardines
interiores de las casas con un especial encanto, como pequeños pulmones, al
estuario del Tajo, a los lugares recorridos y por recorrer. La gente estaba
sentada en una terraza sin demasiado interés por continuar la visita. Les
imitamos y nos tomamos un refresco. Nos entretuvimos observando los avances de
los pavos reales.
El jardín romántico aprovechaba
el frescor de la sombra de los árboles. En la zona estaban desperdigados con
cierto orden diversos restos que quizá fueran el producto del terremoto de
1755, que dañó seriamente el conjunto. Desde la incorporación de Portugal a
España, en tiempos de Felipe II, y hasta el inicio del siglo XX, el uso militar
fue el preponderante.
El castillo de los árabes del
siglo XI fue adaptado tras la conquista de la ciudad en 1147 y se convirtió en
el palacio real, lugar de recepciones de personajes ilustres y entronizaciones.
Pasamos ante la estatua de Manuel I y penetramos en el museo que acogía las
piezas de la colección permanente, bien organizadas y con interesantes paneles
explicativos. De esa forma se podía averiguar cuál había sido el aspecto del
castillo en su época de máximo esplendor, cómo era la vida en su interior, por
los objetos recopilados.
El castillo propiamente dicho lo
marcaban las altas torres y el foso. A la derecha, la del Homenaje, donde se
alzaba el estandarte; a la izquierda, la de Palacio, por estar más cerca del
antiguo palacio real; y al centro, la del archivo o el Tombo, el tesoro.
Subimos a los muros y recorrimos
todo el perímetro que era accesible. Al interior, los patios; al exterior, el
desnivel de la colina y la ciudad. La torre que bajaba por la cuesta era la de
San Lorenzo, con acceso a un pozo y con posibilidad de comunicación rápida con
el exterior en caso de cerco. Un océano de tejados marrones descendía y se
prolongaba. Más lejos, el Chiado, Alta, otros barrios.
En la zona más alejada habían
descubierto los restos de la Edad del Hierro, del siglo VII a.C., el barrio
islámico, para las élites gobernantes, y lo que quedaba del palacio de los
Condes de Santiago.
Rehicimos nuestro camino y
salimos del recinto. Nos metimos por las callejuelas llenas de sabor. Era la freguesía
de Santa María Maior. Llegamos hasta la iglesia pegada a los muros del
castillo.
Repusimos fuerzas en un local
que era un antiguo vagón de tranvía, con fotos antiguas de este medio de
transporte tan popular en la ciudad. Era un remedio a nuestro apetito y a
nuestra sed por la gran sudada que habíamos sufrido.
Empezamos a bajar y lo hicimos
por donde antes no habíamos transitado. Las escaleras nos devolvían a rincones
menos contaminados. Los graffities expresaban el espíritu de los
habitantes. Cuanto más abajo, más estilosas eran las construcciones. Observamos
los detalles de puertas, ventanas y balcones: arte popular en estado puro.
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