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Descubriendo Portugal 106. El castillo de San Jorge.

 


Entramos en el castillo por un arco de piedra, pagamos la entrada (diez euros por persona) y accedimos a un amplio espacio con un suculento mirador. No creemos que los sucesivos pueblos lo eligieran por sus vistas, salvo que esas vistas fueran esenciales para la defensa de la ciudad.

Nos asomamos a la ciudad, al valle que era la Baixa, a los tejados de Alfama, a los pequeños jardines interiores de las casas con un especial encanto, como pequeños pulmones, al estuario del Tajo, a los lugares recorridos y por recorrer. La gente estaba sentada en una terraza sin demasiado interés por continuar la visita. Les imitamos y nos tomamos un refresco. Nos entretuvimos observando los avances de los pavos reales.



El jardín romántico aprovechaba el frescor de la sombra de los árboles. En la zona estaban desperdigados con cierto orden diversos restos que quizá fueran el producto del terremoto de 1755, que dañó seriamente el conjunto. Desde la incorporación de Portugal a España, en tiempos de Felipe II, y hasta el inicio del siglo XX, el uso militar fue el preponderante.

El castillo de los árabes del siglo XI fue adaptado tras la conquista de la ciudad en 1147 y se convirtió en el palacio real, lugar de recepciones de personajes ilustres y entronizaciones. Pasamos ante la estatua de Manuel I y penetramos en el museo que acogía las piezas de la colección permanente, bien organizadas y con interesantes paneles explicativos. De esa forma se podía averiguar cuál había sido el aspecto del castillo en su época de máximo esplendor, cómo era la vida en su interior, por los objetos recopilados.



El castillo propiamente dicho lo marcaban las altas torres y el foso. A la derecha, la del Homenaje, donde se alzaba el estandarte; a la izquierda, la de Palacio, por estar más cerca del antiguo palacio real; y al centro, la del archivo o el Tombo, el tesoro.

Subimos a los muros y recorrimos todo el perímetro que era accesible. Al interior, los patios; al exterior, el desnivel de la colina y la ciudad. La torre que bajaba por la cuesta era la de San Lorenzo, con acceso a un pozo y con posibilidad de comunicación rápida con el exterior en caso de cerco. Un océano de tejados marrones descendía y se prolongaba. Más lejos, el Chiado, Alta, otros barrios.

En la zona más alejada habían descubierto los restos de la Edad del Hierro, del siglo VII a.C., el barrio islámico, para las élites gobernantes, y lo que quedaba del palacio de los Condes de Santiago.


Rehicimos nuestro camino y salimos del recinto. Nos metimos por las callejuelas llenas de sabor. Era la freguesía de Santa María Maior. Llegamos hasta la iglesia pegada a los muros del castillo.

Repusimos fuerzas en un local que era un antiguo vagón de tranvía, con fotos antiguas de este medio de transporte tan popular en la ciudad. Era un remedio a nuestro apetito y a nuestra sed por la gran sudada que habíamos sufrido.

Empezamos a bajar y lo hicimos por donde antes no habíamos transitado. Las escaleras nos devolvían a rincones menos contaminados. Los graffities expresaban el espíritu de los habitantes. Cuanto más abajo, más estilosas eran las construcciones. Observamos los detalles de puertas, ventanas y balcones: arte popular en estado puro.


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