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Descubriendo Portugal 105. Paseando por Alfama



Esta parte de la ciudad, una ciudad dentro de otra, con su propia personalidad, era una sucesión sin orden de escadinhas (escaleras), bocos (calles sin salida), ruas (calles, propiamente dichas, pero con un concepto particular en esta área), largos (plazas alargadas que parecían más un ensanche de la calle o rua). La gente que habitaba esas casas, en ocasiones cochambrosas, se asoma a la calle desde las ventanas para regocijarse en el espectáculo intermitente de los paseantes despistados que volvían una y otra vez al mismo sitio al haberles cortado el paso un muro con el que no contaban. Otros, sacaban sus sillas a la calle y se pasaban las horas muertas de la siesta a la fresquera –relativa- de una sombra. Entre estas casas abundaban los niños y los ancianos, según mis recuerdos. Niños que gritaban sus juegos y su deseo de vivir. Ancianos que no esperaban mucho de esa vida que disfrutaban sus nietos. Algunos no eran tan viejos, pero la vida les había acelerado el ritmo de las arrugas y se confundían con los auténticos mayores. Al anochecer, dialogaban hasta altas horas.

Por aquí se sucedían los restaurantes (había muchos cerca de la estación), tascas y tabernas. Se podía comer barato y bien. Aún recuerdo que ante este comentario una persona me advirtió de que su aprensión a las sardinas venía de una ración que se comió aquí hace años con sus últimas monedas. Merecía la pena meterse bajo un emparrado y comer mientras se consumían las horas más duras.

Pasear por aquellos recodos y contemplar aquellas casas de formas curiosas, simpáticas y extrañas era como hacerlo por el Albaicín, por Moratalla, por el barrio del castillo de Ankara, por cualquier ciudad de pasado islámico donde una colina hubiera configurado el espacio de crecimiento. Aquí los planes urbanísticos no existían, ni falta que hacía. Hubieran cuadriculado el alma de sus creadores y reducido a líneas el pensamiento ancestral de estas personas. Lo mismo exagero.


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