El calor pegaba con insolencia.
Jose tenía una rozadura en el pie y yo estaba harto de los pantalones largos.
Nos metimos por los callejones que conducían a Baixa, alcanzamos Rossio y
comprobamos que la gente se animaba tomando ginginha en las terrazas.
Desde luego, nuestra calle era incombustible.
Eduardo nos había dado algunos
pequeños consejos muy útiles para movernos por la ciudad. Los locales
utilizaban algunos recursos gratuitos alternativos a los más turísticos. No se
les daba publicidad para evitar que se masificaran.
Para subir al castillo de San
Jorge había varias alternativas: el tranvía 28, un taxi, unas piernas fornidas
o los ascensores. Hacia ellos nos dirigimos. No había nadie. Tomamos el que
subía hasta un primer tramo, buscamos el segundo ascensor atravesando un
supermercado y subimos hasta una plataforma con buenas vistas y un par de
restaurantes donde la gente reponía fuerzas.
El barrio de Alfama hay que
patearlo a conciencia para empaparse de todo su sabor. Como aconsejaba
Saramago, hay que ir dispuesto a perderse y no preguntar el camino. El premio
es lo inesperado. Claro que se puede explorar de bajada y no consumir excesivas
energías. Esa era nuestra idea. Aún quedaba un tramo en cuesta antes de cruzar
la puerta del Castillo.
Mi impresión es que Alfama había
perdido una parte de su encanto tradicional. Lo encontré un tanto
“domesticado”, con las fachadas perfectas, sin desconchones, sin gente local,
sin niños jugando en las callejuelas. Quizá parte de sus casas se habían
convertido en alojamientos turísticos o habían sido adquiridas por gente
pudiente que se había encaprichado con el barrio. Lo cierto es que las casas
tenían encanto y habían abandonado ese desesperante abandono que recordaba de
hace más de dos décadas. Me pregunté si no estaba confundiendo Alfama con
Mouraria. La Explanada de Mouraria, que había sido remodelada para la Expo 98
nos daba una pauta de situación con sus cubos, sus esculturas en bronce y sus
efectos de agua.
Alfama era un antiguo barrio de
pescadores, según leí en la guía de Lisboa de Pessoa, que aconsejaba a
principios del siglo XX no perdérselo:
Tendrá
así una noción, que ningún otro lugar le proporcionará, de cómo era Lisboa en
el pasado. Aquí todo le evocará dicho pasado -la arquitectura, el tipo de
calles, los arcos y las escalinatas, los balcones de madera, las costumbres de
la gente, que lleva una vida llena de ruidos, conversaciones, cantos, pobreza y
suciedad.
Muchas veces asociamos tipismo
con esos dos elementos que destaca Pessoa, pobreza y suciedad. Quizá queremos
que ese barrio conserve la pobreza (no así la suciedad) para que nos aporte el
contraste con nuestras vidas o nos regale la opción de hacer fotos impactantes.
Con todo, Alfama volvió a gustarme, aunque rompiera con mis recuerdos. Porque
es un animal mitológico, como lo calificaba Saramago.
Alfama fue
para mí, en aquella visita de 1998, el barrio con más sabor de Lisboa. Lo he
vuelto a visualizar como un barrio de trazado laberíntico, de casas pobres, de
fachadas de adobe, descascarilladas, a veces de calles sucias donde el mayor
adorno era la ropa colgada y los cables de la luz colgando por todas partes.
Sin embargo, era el barrio más auténtico, el más puro, donde aún se vivía la
Lisboa medieval que habitaron las tres religiones. Porque Alfama debía proceder
de aljama, barrio judío o moro. ¿O de alhama, que es baño?
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