Nuestro guía nos explicó una
curiosa anécdota sobre la estatua que presidía la plaza del Rossío o de Pedro
IV, como se la conoce oficialmente. Nuevamente, la anécdota de una denominación
oficial y otra popular. Al visitante le puede parecer confuso.
Según nos contó, la estatua fue
realmente un regalo de Francia a México en tiempos del emperador Maximiliano.
El barco donde era transportada hizo escala en Lisboa y allí supo su capitán
que el emperador impuesto por las potencias europeas para recuperar sus
créditos había sido depuesto. Su recuerdo no era muy bueno. Así que decidió
deshacerse de ella y tirarla al mar. Tiempo después, fue recuperada y
reutilizada. La pusieron en aquella alta columna de 27 metros para que fuera
más difícil su identificación correcta. Aunque no había fotos del monarca, sí
había retratos pintados que, bien cotejados, confirmarían la falta de
correspondencia. Si alguien sabe una versión distinta será bienvenida.
La parte inferior, cargada de
simbolismo, contenía cuatro figuras alegóricas que representaban la Justicia,
la Fuerza, la Prudencia y la Templanza, así como los escudos de las dieciséis
ciudades más importantes del país. En los extremos de la plaza, dos hermosas
fuentes.
El teatro de fachada clásica era
el Teatro Nacional de Doña María II, hija de Pedro IV y su sucesora en el
trono. En tiempos de Pessoa llevaba el nombre de Almeida Garrett. El
responsable de su aspecto era el arquitecto italiano Fortunato Lodi. Las
columnas de la fachada procedían de la iglesia de San Francisco da Cidade. En
lo alto, las estatuas de Gil Vicente (una de las grandes referencias del teatro
portugués, del siglo XVI), Talía, Melpémone, Apolo, las musas y dramaturgos.
Los relieves representaban las cuatro fases del día. Como curiosidad, ocupaba
el lugar donde estuvo antiguamente la Inquisición. Buen cambio de uso.
La plaza de Figueira era la
contigua, que habíamos atravesado varias veces, y donde se alzaba la estatua de
Juan I, el de Aljubarrota. Aquí estuvo el mercado central, que se construyó
sobre el hospital de Todos los Santos (destruido por el terremoto), el convento
de San Camilo y otros edificios. Era un espacio amplio, un nudo de
comunicaciones y alojaba la popular Confeitaria Nacional, un establecimiento
tradicional y emblemático que visitamos hace diez años con Carlos. Nos protegió
de un chaparrón impresionante.
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