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Descubriendo Portugal 95. El terremoto de 1755.

 


El 1 de noviembre de 1755, día de todos los santos, ocurrió el mayor cataclismo en la historia conocida de Portugal. A las nueve de la mañana tembló el terreno de Lisboa con una especial virulencia (9,1 en la escala de Richter) que se prolongó con sus réplicas durante nueve minutos. Aquellos tres nueves destruyeron una parte importante de la ciudad.

La zona más afectada por el terremoto de Lisboa, que se dejó sentir en otros lugares de Portugal y de la península, fue Baixa. Este barrio estaba asentado sobre tierras aluviales y era bastante inestable. Por eso quedó arrasado. La zona del castillo de San Jorge tuvo mejor suerte.

Al terremoto le siguió un pavoroso incendio. Las velas que conmemoraban a los muertos y la utilización de estructuras de madera en los edificios contribuyeron a ello. La ciudad derruida ardía de forma dantesca.

Para los que quisieron refugiarse acercándose al río les esperaba otra trampa: un maremoto. Las aguas del estuario se replegaron hacia el mar mostrando el desnudo cauce. Poco después, una inmensa ola barrió el área ribereña y a todo incauto que no se había refugiado en las colinas cercanas.

Curiosamente, la familia real se salvó de tanto infortunio. Cuentan que una de las infantas tuvo una visión o un sueño y propuso salir de la ciudad, más por un tema lúdico que profético. El Palacio Real estaba emplazado donde ahora se encuentra la plaza del Comercio.

Tras el desastre hubo que ejecutar la reconstrucción, que corrió a cargo del Primer Ministro de José I, el marqués de Pombal. La primera decisión fue cerrar la ciudad para impedir que quedara abandonada. Tres cuartas partes de la población pereció. El resto quedaron obligados a prestar sus servicios a la reconstrucción, una medida impopular, aunque efectiva. La reconstrucción se financió con el oro de Brasil, descubierto a principios de siglo y que inundó las arcas de Portugal durante décadas. Por eso dicen que en aquellas tierras americanas el marqués no es muy popular.

El temor a las epidemias obligó a deshacerse de los cadáveres. Fueron acumulados en grandes montañas y se les prendió fuego. Muchos se preguntarían dónde estaban sus seres queridos. Muchos quedaron sin identificar.

Caminamos lentamente por las calles de Baixa, la zona comercial repleta de hoteles, restaurantes y tiendas. Muchas de esas casas han sido transformadas en alojamientos turísticos. Se han mantenido las fachadas con sus ventanas iguales, ya que se impuso un modelo de edificio. En el interior se han ido sustituyendo las estructuras de madera del siglo XVIII por las de hormigón. Las que aún quedaban se habían deteriorado por el paso del tiempo y era como si la mayoría de los edificios necesitaran una reforma urgente, de ahí que hubiera tantas obras y grúas.

Para reforzar el terreno se siguió un sistema parecido al de Venecia. El barrio de calles rectas y cuadriculadas estaba construido sobre una base de troncos clavados en el lecho de barro.

La vía Augusta, su calle principal, o las laterales calles del Oro y de la Plata, acogieron nuestros paseos. Lo que era un error manifiesto era permitir las terrazas en la calle. El diseño de las fachadas se preparó para que, en caso de colapsar, cayeran al lateral de la vía. De esa forma, la escapatoria sería por el centro, que era donde se ubicaban las terrazas y desde donde los turistas observaban el continuo paso de la gente.

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