“Cuando el viajero despertó y
abrió la ventana del cuarto, el mundo estaba creado”- escribió Saramago. Por
las rendijas del dormitorio se colaba una luz potente que auguraba que el mundo
más inmediato iba a sufrir los rigores de la ola de calor. Que Dios nos pillara
confesados.
El día lo dedicaríamos
íntegramente a Lisboa. El coche se quedaría aparcado en un parking cercano y
pondríamos a prueba nuestras piernas con las cuestas de la ciudad. Jose es
bastante aficionado a los free tour y me ha ido convenciendo de su
utilidad y calidad. Lisboa es lo suficientemente grande como para ofrecer
varios, por lo que optamos por el que debería efectuar alguien que visitara por
primera vez la urbe: los barrios de Baixa y Chiado.
Curiosamente, nuestros pasos
siguieron casi exactamente nuestro recorrido de la noche anterior. El mundo
creado por la mañana era muy diferente al de la noche. Por eso es esencial
pasear las ciudades en varios momentos del día. Las calles estaban animadas con
una tropa de visitantes a la caza de los lugares señalados. Los más tranquilos
alargaban el desayuno en las terrazas intentando resguardarse del sol.
El lugar de encuentro era la
plaza del Comercio. Sin un lugar donde guarecerse, salvo la estatua ecuestre de
José I, parecía el lugar de una prueba iniciática consistente en arrojar sobre
los intrépidos, o locos, turistas plomo hirviendo sobre sus cabezas. Para
colmo, me había puesto pantalón largo, por aquello de darle uso. La espera fue
suficiente para dejarnos empapados en sudor.
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