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Descubriendo Portugal 86. Una comida y unos recuerdos.


 

En el viaje de 1998, con motivo de la Expo de Lisboa, nos quedamos a dormir en Sintra. Cuando regresábamos a la ciudad, ésta se quedaba casi vacía, sin el movimiento incesante de visitantes que vienen y se van. Era el momento de salir a cenar y a pasear.

Una tarde en que no había planes de grupo esperé pacientemente la puesta de sol, a riesgo de no encontrar dónde cenar. Antes de que las sombras obligaran a la iluminación artificial a activarse, los colores naranja y azul, con todos los matices que uno pueda imaginar, coquetearon con las copas de los árboles. Las fachadas de los palacetes, como cuellos erguidos sobre el verdor denso, se coloreaban suavemente con un rubor tierno.



Salí del hotel, me metí por las callejuelas y me asomé a las mansiones. En uno de aquellos rincones aún servían cenas. El encargado me invitó a sentarme con amabilidad. Allí tomé uno de los bacalaos más gloriosos de mi vida. Simplemente “grillado”, sin aditamentos. Me pareció que estaba perfectamente hecho por dentro, a pesar del grosor de la tajada. Lo acompañé de una frasca de vino verde que rompió todo el cansancio de la jornada.

Conté estas meditaciones a Jose sentados en una terraza frente al palacio. Tuvimos suerte porque se había hecho un poco tarde para los esquemas de este país. Nuestra suerte fue que terminaba el segundo turno y los rezagados dábamos para otro. El menú era bueno y abundante y no tardaron mucho en servirnos.

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