En el viaje de 1998, con motivo
de la Expo de Lisboa, nos quedamos a dormir en Sintra. Cuando regresábamos a la
ciudad, ésta se quedaba casi vacía, sin el movimiento incesante de visitantes
que vienen y se van. Era el momento de salir a cenar y a pasear.
Una tarde en que no había planes
de grupo esperé pacientemente la puesta de sol, a riesgo de no encontrar dónde
cenar. Antes de que las sombras obligaran a la iluminación artificial a
activarse, los colores naranja y azul, con todos los matices que uno pueda
imaginar, coquetearon con las copas de los árboles. Las fachadas de los
palacetes, como cuellos erguidos sobre el verdor denso, se coloreaban
suavemente con un rubor tierno.
Salí del hotel, me metí por las
callejuelas y me asomé a las mansiones. En uno de aquellos rincones aún servían
cenas. El encargado me invitó a sentarme con amabilidad. Allí tomé uno de los
bacalaos más gloriosos de mi vida. Simplemente “grillado”, sin aditamentos. Me
pareció que estaba perfectamente hecho por dentro, a pesar del grosor de la
tajada. Lo acompañé de una frasca de vino verde que rompió todo el cansancio de
la jornada.
Conté estas meditaciones a Jose
sentados en una terraza frente al palacio. Tuvimos suerte porque se había hecho
un poco tarde para los esquemas de este país. Nuestra suerte fue que terminaba
el segundo turno y los rezagados dábamos para otro. El menú era bueno y
abundante y no tardaron mucho en servirnos.
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