Nos cautivaron los techos de
algunas estancias, como la de los Cisnes o las Pegas, la de las Galeras o la
impresionante de los Escudos, con los heraldos de las setenta y dos familias
nobles más importantes del reino. Era la traslación al arte de la idea
monárquica del rey Manuel I, la interdependencia entre soberano y nobles. El
rey era el centro del sistema, que dependía de los nobles, los cuales obtenían
su estatus del rey.
El patio central, con la
retorcida columna que servía de fuente, permitía una fácil comunicación entre
espacios y regalaba unas golosas vistas sobre el bosque en donde asomaban
hermosos palacetes.
Otro de los atractivos eran los
azulejos, siempre los azulejos portugueses que maravillan a los visitantes en la
mayoría de los monumentos del país. Los de motivos geométricos eran excelentes
pero los realizados en azul de Fez con escenas de todo tipo eran verdaderas
joyas. Los de la sala de los Blasones o Heráldica y los de la Gruta de los
Baños, en el exterior, fueron nuestros favoritos.
El pintor Jan Van Eyke visitó el
palacio formando parte de una embajada enviada por Felipe el Bueno para pedir
la mano de la hija de João I, la infanta Isabel. Su visitante más trágico fue
Alfonso VI. En aquella cámara sencilla pasó nueve años recluido por orden de su
hermano Pedro II, del que se dice que ordenó su envenenamiento.
Salimos a otro hermoso jardín.
Tomamos aire después de tanta estancia. Respira la libertad, como quizá
buscaron tantos ocupantes a causa del ambiente opresor de la corte.
Contemplamos las copas redondeadas de los árboles. El sol apretaba al inicio de
la tarde.
La capilla, resaltada por
Saramago, era digna del palacio. Su techo era de madera, morisco. En la
habitación árabe, con una curiosa fuente, se prolongaba la admiración por lo
oriental e islámico.
La cocina era inmensa, propia de
un lugar donde se preparaba una cantidad tremenda de alimentos para la corte.
Lo más llamativo eran las dos chimeneas desde dentro.
Aún nos movimos por otras salas,
otros patios, otros atractivos.
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