El castillo de los Moros era una
presencia constante. Desde la plaza de la República, en la villa, otorgaba su
protección, o su celosa muestra de posesión, sobre las casas establecidas en la
base de su montaña. Habíamos contemplado cómo alargaba los brazos de sus muros
como un animal ancestral. Se tuteaba con el palacio da Pena.
De origen árabe (siglos VIII y
IX), su función fue vigilar y proteger los caminos de la región, que abarcaba
Sintra, Lisboa, Cascáis y Mafra. Pasó a manos cristianas con el fundador de
Portugal, Afonso Henríquez, en el siglo XII. Perdida su función bélica, se
había convertido en una atracción más y, sobre todo, en un privilegiado
mirador. Desde sus almenas y torreones las vistas eran increíbles y la
sensación de libertad, al contacto del viento en el rostro, increíble. Con
suficiente tiempo lo hubiéramos disfrutado, como lo hice hace diez años. No dudo
que Jose volverá a la zona.
Tengo mis dudas sobre sí he
visitado el convento de Santa Cruz de los Capuchinos, incrustado en el bosque
para no distraerse con las cosas mundanas. Según Saramago, era el convento más
pobre del mundo. Ello no impidió que contara entre sus más ilustres visitantes
con el rey don Sebastián.
Mantengo mis dudas, porque
entramos allá por 1984 y no recuerdo si los muros estaban recubiertos de corcho
para combatir el frío (y la humedad causada por el bosque tupido), como ahora
leo. Tampoco de la sala del capítulo o el refectorio, de escaso tamaño. Las
fotos que he visto en internet no me recuerdan nada. Otro motivo más para
regresar.
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