No
creo que estuvieran sometidos a tantas disquisiciones los visitantes que no
cesaban de hacerse fotos con los muros, torres, ventanas o cualquier otro elemento del complejo. O de la
sierra. El flechazo que tuvo don Fernando con el lugar se repite multiplicado
ene veces por todos los que acuden a ese entorno. Si no les gusta el palacio
quedarán impactados con la naturaleza.
¿Variedad o confusión? Aún me lo
pregunto y le sigo dando vueltas. El aspecto acastillado se combinaba con
elementos moriscos, como un guiño al cercano Castillo de los Moros. Un torreón
poderoso en amarillo daba paso a un cuerpo más sobrio, a unas columnas
manuelinas y a otras torres de variados formatos. Tenía su gracia. Me imaginaba
a un nuevo rico queriendo impresionar y tirando la casa, o el palacio, por la
ventana. Pero no le demos más vueltas y atravesemos sus puertas, paremos en
patios y plataformas y penetremos en el recinto.
En los espacios abiertos se
sentía menos a la masa. En el interior, calificado por Saramago de mal gusto,
exceso burgués e improvisación, los muros estaban cargados de la historia
última de la monarquía. Aquí estuvo doña Amelia de Orleans, a quien le habían
arrebatado a su marido (Carlos I) y a su hijo primogénito (Luis Felipe) hasta
el advenimiento de la República.
Nuevos sentimientos encontrados
con la ventana del Tritón, que quizá pretendía emular a la de Tomar. La cara
del ser mitológico daba miedo. De su cabeza florecía un árbol. El visitante de
aquellos tiempos pasados quizá pensara que mejor no opinar ante los
anfitriones.
Era entretenido observar a otros
visitantes que se asomaban por almenas y galerías. En un momento, el observador
era observado, se cambiaban las tornas. Luego, lo combinabas con las
estructuras, con otras originalidades o peculiaridades.
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