Llegamos hasta las inmediaciones
de la plaza de la República, el centro de Sintra-Villa, nos topamos con unas
vallas y unos policías, dimos la vuelta y aparcamos en un parking gratuito
cerca de las vías del tren y de varias dependencias públicas.
Subir hasta el Palacio da Pena
en taxi costaba diez euros y otro tanto la bajada. Un autobús turístico costaba esos mismos diez
euros y permitía subirse todas las veces necesarias, con la ventaja de que unía
todos los lugares principales. Las frecuencias eran aceptables. Nos montamos en
él con un variado grupo de turistas y disfrutamos del denso bosque y las
construcciones que sazonaban el trayecto. Era viernes y la entrada al palacio
estaba repleta de gente. Jose, con gran habilidad, se adelantó y sacó las
entradas en las máquinas dispensadoras. Mientras tanto, aún había gente
decidiendo si las sacaban por ese medio o en taquilla.
El palacio quedaba en lo alto de
la montaña, con la que había creado una fantástica simbiosis. No era imaginable
la cima sin el palacio y éste hubiera desentonado en cualquier otro lugar.
Ascendimos por las rampas a la sombra de las poderosas ramas y disfrutamos del
parque y sus bosques y jardines. Perderse por sus caminos laterales era una
estupenda opción.
Aquel palacio provocaba
opiniones enfrentadas. Lonely Planet lo había elegido para la portada de su
guía de Portugal. Para los foros era una visita irrenunciable. Para otros, era
una mezcla de estilos sin ninguna armonía, un tartón de colores en un lugar
privilegiado y subyugante. “Visto de lejos -opinaba Saramago- el palacio
presenta una apariencia de unidad arquitectónica nada vulgar, que probablemente
le vendrá mucho más de su perfecta integración en el paisaje que de la relación
de sus propias masas entre sí”. Evidentemente, era una extravagancia gestada
por Fernando de Sajonia-Coburgo Ghota, marido de María II (posteriormente,
Fernando I) que ejecutó el arquitecto alemán Von Eschwege. Quizá fuera ese
carácter inclasificable, como extraído de las ilustraciones de un libro de
cuentos del siglo XIX, lo que causaba esa variedad de sensaciones y opiniones.
“Y, pese a todo, -regreso a Saramago- es verdad que sin el Palacio da Pena la
sierra de Sintra no sería lo que es… El palacio aparece como un afloramiento
particular de la propia masa rocosa que lo soporta”.
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