En el claustro Real destacaba el
fino trabajo de las tracerías decorativas, como celosías en piedra que nada
sustentaban y para deleite de los monjes o de los personajes que caminaran por
sus galerías meditando o dialogando. Además, filtraban la luz y jugaban a las
sombras con el suelo.
Accedimos a la solemnidad de la
sala capitular con la tumba del soldado desconocido. Honraba a los caídos en la
Primera Guerra Mundial. En esa tumba estaban enterrados dos soldados que no
pudieron ser identificados. Dos soldados montaban guardia y homenajeaban a sus
compañeros del pasado.
En Viaje a Portugal leí
la anécdota, recogida por Alexandre Herculano, que situaba a Afonso Domingues,
el primero de los quince arquitectos que tuvo el monasterio, entre 1386 y 1517,
sentado bajo la clave de la bóveda en el momento anterior a ser retirados los
puntales y la cimbra. Cuando comprobó que no se caía exclamó que no se caería.
Así ha llegado a nuestros días. Jose y yo nos situamos bajo la clave como en un
ritual de confirmación.
En una de las esquinas del
claustro observamos una fuente de hermosa traza. Fuentes similares las habíamos
visto en otros claustros y parece que servían como lavadero. Hermoso lavadero,
sin duda, aunque la labor de lavar la ropa en invierno fuera igual de dura. Al
menos quedaba la contemplación de esta obra.
El claustro de Afonso V, o
claustro menor, era obra de Fernão de Évora. Más sencillo, de arcos apuntados y
columnas dobles en la parte inferior, y arquitrabado en la superior, estaba más
en línea con la institución religiosa. No pretendía impresionar a nadie. Estaba
despojado de decoración. Subimos a las galerías superiores. Los árboles se lanzaban
con sus puntas hacia el cielo.
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