En agradecimiento por la
intervención divina en aquella victoria el rey mandó construir el monasterio. Parece
que las plegarias portuguesas fueron más eficaces que las castellanas.
Aquella gesta quedaría en el
acervo histórico de los portugueses. Luís de Camoens la exaltó en el canto IV
de Los Lusiadas.
La primera impresión que causaba
el monasterio gótico era de enormidad. Tan gran hazaña merecía una obra de
dimensiones descomunales. Rodearlo por completo era apreciar su belleza y su
grandeza. El pórtico sur estaba cerrado y se accedía por el pórtico este. La
piedra griseaba y las gárgolas nos llamaban la atención desde las alturas. Siempre
me han gustado esas manifestaciones artísticas donde se daba rienda suelta a la
imaginación sin sujetarse a las reglas religiosas.
El pórtico occidental era la
mejor declaración de principios. Los doce apóstoles formaban guardia divina en
los lados mientras que en las arquivoltas apuntadas se distribuía una tropa de reyes
y reinas, profetas, santos y ángeles. En el tímpano, Cristo pantocrátor y el Tetramorfos.
Todo de una bella factura. Nos entretuvimos un rato contemplándolo antes de entrar.
La iglesia nos pareció la
consagración de la verticalidad. Los 32 metros de la nave central concluían en
una bóveda que se alargaba de forma inaudita hasta el ábside. La piedra lucía
desnuda, la sencillez era absoluta. En los muros, las vidrieras aportaban el
color. Caminamos en silencio hasta la cabecera para asimilar la obra.
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