Saltamos el pueblo de Tomar, en
donde Saramago había visitado la iglesia de San Juan Bautista y la sinagoga,
sin duda, otros atractivos para un regreso.
El día había avanzado y no
habíamos comido nada desde el desayuno, así que repusimos fuerzas en la
cafetería situada fuera de las murallas. Tomamos unos petiscos y una
cerveza. Lo suficiente para que nos hiciera sudar abundantemente bajo el sol
inclemente.
La Orden de Cristo estaba
sometida a la regla de San Benito y a las Constituciones de Calatrava, otra de
las órdenes militares surgidas de la disolución del Temple. La doble función,
rezar y guerrear, se manifestaba en las poderosas murallas del castillo,
fundado en 1162 por el Gran Maestre del Temple en Portugal Gualdim Pais. No era
accesible al público y abarcaba un perímetro enorme. A contraluz daba aún más
respeto y nos preguntamos si alguna vez había sido asediado.
Continuamos hasta el pórtico
gótico obra del cántabro Juan de Castillo, uno de los arquitectos del convento al
que ya conocimos por su obra en la catedral de Braga y con el que nos
reencontraremos en nuestro recorrido. Era una bella obra que en España
hubiéramos calificado como plateresca. El color de la piedra era más claro que
el de la iglesia y reverberaba al sol. Su puerta estaba cerrada, por lo que seguimos
por el ábside hasta la taquilla.
Accedimos a un primer claustro
gótico, sencillo, con hermosos azulejos de decoración geométrica. Era el
claustro de Lavagem. El otro claustro gótico era el del Cementerio. Los otros seis
claustros eran renacentistas. Ese número de claustros daba una idea de lo
enorme que era el complejo religioso. Coincidimos con pocos visitantes, lo que
implicaba poder moverte sin problemas por las estancias y las galerías.
Lo más espectacular del convento
era la charola o girola, la antigua capilla de los Caballeros. Saramago
decía de ella que era” sol radiante y ombligo del mundo”. Toda ella estaba
decorada con frescos o policromía. Impresionaba.
Era de planta octogonal, lo que
recordaba a la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, que había tomado como
inspiración. La rodeamos por el deambulatorio sin saber muy bien hacia dónde
mirar porque todo era subyugante: las esculturas, los cuadros con escenas de la
vida de Cristo, la policromía de las columnas y pilares, los techos. El
silencio ayudaba a impregnarse de ese fervor en piedra. En el interior, Cristo
acompañado de figuras tremendamente realistas. Cualquier detalle era
extraordinario.
La parte baja de las columnas y
paredes estaba bastante deteriorada. Su origen nos lo contó Saramago, que
preguntó al guía que le acompañaba y que le confirmó que su causa eran las
bodas allí celebradas. Los asistentes se subían a las columnas e incluso
arrancaban trozos de la policromía como recuerdos. No sé si habrán prohibido las
bodas o habrán controlado más a los energúmenos.
A la espalda quedaba el coro o
la casa del Capítulo, manuelino, adonde no pudimos acceder. Esa parte quedaba
como cortada, como si no fuera parte del mismo ámbito de la iglesia. Nos
despedimos de las estatuas que formaban guardia en cada haz de columnas y
salimos a otro claustro para prolongar hasta el claustro principal o de João III.
Éste era más frío, sobrio, con una singular fuente en el medio. Desde las
arcadas del segundo piso nos asomamos a este espacio. Las escaleras de caracol
de las esquinas estaban cerradas al público para evitar aglomeraciones. Eran
otra de sus singularidades.
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