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Descubriendo Portugal 67. El convento de Cristo en Tomar.


 

Saltamos el pueblo de Tomar, en donde Saramago había visitado la iglesia de San Juan Bautista y la sinagoga, sin duda, otros atractivos para un regreso.

El día había avanzado y no habíamos comido nada desde el desayuno, así que repusimos fuerzas en la cafetería situada fuera de las murallas. Tomamos unos petiscos y una cerveza. Lo suficiente para que nos hiciera sudar abundantemente bajo el sol inclemente.

La Orden de Cristo estaba sometida a la regla de San Benito y a las Constituciones de Calatrava, otra de las órdenes militares surgidas de la disolución del Temple. La doble función, rezar y guerrear, se manifestaba en las poderosas murallas del castillo, fundado en 1162 por el Gran Maestre del Temple en Portugal Gualdim Pais. No era accesible al público y abarcaba un perímetro enorme. A contraluz daba aún más respeto y nos preguntamos si alguna vez había sido asediado.



Continuamos hasta el pórtico gótico obra del cántabro Juan de Castillo, uno de los arquitectos del convento al que ya conocimos por su obra en la catedral de Braga y con el que nos reencontraremos en nuestro recorrido. Era una bella obra que en España hubiéramos calificado como plateresca. El color de la piedra era más claro que el de la iglesia y reverberaba al sol. Su puerta estaba cerrada, por lo que seguimos por el ábside hasta la taquilla.

Accedimos a un primer claustro gótico, sencillo, con hermosos azulejos de decoración geométrica. Era el claustro de Lavagem. El otro claustro gótico era el del Cementerio. Los otros seis claustros eran renacentistas. Ese número de claustros daba una idea de lo enorme que era el complejo religioso. Coincidimos con pocos visitantes, lo que implicaba poder moverte sin problemas por las estancias y las galerías.



Lo más espectacular del convento era la charola o girola, la antigua capilla de los Caballeros. Saramago decía de ella que era” sol radiante y ombligo del mundo”. Toda ella estaba decorada con frescos o policromía. Impresionaba.

Era de planta octogonal, lo que recordaba a la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, que había tomado como inspiración. La rodeamos por el deambulatorio sin saber muy bien hacia dónde mirar porque todo era subyugante: las esculturas, los cuadros con escenas de la vida de Cristo, la policromía de las columnas y pilares, los techos. El silencio ayudaba a impregnarse de ese fervor en piedra. En el interior, Cristo acompañado de figuras tremendamente realistas. Cualquier detalle era extraordinario.



La parte baja de las columnas y paredes estaba bastante deteriorada. Su origen nos lo contó Saramago, que preguntó al guía que le acompañaba y que le confirmó que su causa eran las bodas allí celebradas. Los asistentes se subían a las columnas e incluso arrancaban trozos de la policromía como recuerdos. No sé si habrán prohibido las bodas o habrán controlado más a los energúmenos.



A la espalda quedaba el coro o la casa del Capítulo, manuelino, adonde no pudimos acceder. Esa parte quedaba como cortada, como si no fuera parte del mismo ámbito de la iglesia. Nos despedimos de las estatuas que formaban guardia en cada haz de columnas y salimos a otro claustro para prolongar hasta el claustro principal o de João III. Éste era más frío, sobrio, con una singular fuente en el medio. Desde las arcadas del segundo piso nos asomamos a este espacio. Las escaleras de caracol de las esquinas estaban cerradas al público para evitar aglomeraciones. Eran otra de sus singularidades.

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