Los primeros edificios de la
institución educativa podrían decepcionar al visitante. Eran modernos y su
estética generaba rechazo. La estatua de don Dinís parecía querer poner orden
en nuestras percepciones para que nos fuéramos con el mejor sabor de boca. Don Dinís,
el rey Labrador, fundó la universidad en marzo de 1290 en Lisboa. Tras varios
cambios de sede, João III, el Piadoso (que reinó desde 1521 a 1557), la
trasladó definitivamente a Coímbra y le cedió los Palacios del Castillo, con
cierta controversia con los nobles del país que consideraban que lo que se
entregaba a la Universidad debiera dedicarse a la consolidación de las
propiedades de ultramar. En tiempos de Felipe I (Felipe II de España) el palacio
pasó a ser propiedad de la universidad.
En la segunda mitad del siglo
XVI se decretó “la prohibición regia de recibir títulos universitarios en el
extranjero”, una medida de carácter nacionalista que provocó que los
estudiantes acudieran a las universidades portuguesas. Hasta entonces, las
favoritas fueron Bolonia y Siena, en el reinado de João II, Salamanca, con Manuel
I, y París, con João III. Sin competencia exterior, Coímbra y las demás
universidades cobraron un especial impulso.
El día estaba gris, algo turbio,
con cielo de pocos amigos, aunque sin amenazar lluvia. Para cualquiera que
fuera mínimamente supersticioso parecía una premonición, un adelanto de mala
suerte. Porque no pudimos ver ninguna de las joyas de la institución. En la
biblioteca Joanina nos remitieron al lugar donde se vendían las entradas, junto
al laboratorio químico, un tanto alejado, donde, tras guardar unos buenos
minutos de cola nos informaron que podíamos ver el palacio a partir de las
cuatro y la biblioteca a las cinco y cuarto. Mientras, habría terminado el
funeral por un profesor y podríamos entrar en la capilla de San Miguel. Como
estábamos de paso eso implicaba renunciar a la Universidad. “La que mucho bien había
venido a Portugal, pero donde algún mal se preparó igualmente”, como dijera
Saramago, nos era esquiva.
Había gozado de plena autonomía
hasta que en el siglo XVIII el marqués de Pombal impuso la intervención del
Estado y la centralización, lo que supuso cercenar la libertad de organización.
La universidad gozó incluso de extraterritorialidad, con sus propias reglas y
autoridades, lo que justificaba que hubiera una cárcel bajo la biblioteca. Era
algo habitual en las universidades medievales y renacentistas, como me
explicaron en Alcalá de Henares. Si un alumno era perseguido por alguna
fechoría cometida en la ciudad y entraba en los límites de la universidad
quedaba acogido a ésta. Le sonará a quien haya leído El buscón, de
Quevedo.
De la capilla de San Miguel
únicamente pudimos ver su portada manuelina. Cuando se inició en 1517, en
tiempos del Afortunado Manuel I, aún era la capilla real. Sus retablos,
azulejos y órgano eran espectaculares.
Algo parecido ocurrió con la
biblioteca, iniciada en tiempos de João V, en 1717, en plena llegada masiva de
oro desde Brasil, con estanterías de maderas nobles y mesas de trabajo donde
sería difícil concentrarnos por la suntuosidad del lugar. La portada era
atractiva. Las vistas desde sus inmediaciones daban una buena idea de la ciudad
estructurada por el río.
El palacio ocupó el lugar de la
antigua alcazaba árabe. En él se ubicaban las salas para los actos más señeros
de la actividad educativa. La de los Capelos o sala Grande dos Actos, acogía
los más multitudinarios y principales. En la sala del Examen Privado se
defendían las tesis doctorales en el pasado.
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