Lo más sensato hubiera sido
sentarnos en los jardines del Infante don Enrique, el Navegante, que presidía
el espacio. La casa del Infante estaba cerca y permitía contemplar unos
vestigios romanos. Nos asomamos a la iglesia de San Nicolás y nos dirigimos a
San Francisco. La iglesia era gótica, pero el barroco se había impuesto. La iglesia
y la casa del Despacho eran de Nasoni. Su museo, que no pudimos visitar,
albergaba a una extensa colección de tallas doradas.
Desde aquí fuimos en continuo
ascenso. Las casas no eran especialmente llamativas, aunque conformaban un
conjunto bastante agradable. Atesoraba muchos lugares interesantes y habría que
haberle dedicado mucho más tiempo del que nosotros disponíamos. Todos estaban
cerrados y los interiores eran espectaculares, como el de San João Novo o Nuestra
Señora de la Victoria, que era de los benedictinos.
El mejor regalo de la tarde fue
el mirador da Victoria. Al entrar en su amplia plaza parecía que
hubieras penetrado en una zona okupa. Estaba llena de pintadas y la limpieza
brillaba por su ausencia. Sin embargo, las vistas eran impresionantes: la
ciudad a nuestros pies y Gaia enfrente. A la izquierda, los lugares de donde procedíamos:
la catedral, el Palacio Episcopal, San Lorenzo, el puente de Luis I, el Morro...
En un callejón disfrutamos de
arte urbano. Habían construido unas viviendas de buen aspecto que revitalizaban
la zona. A una casa de la calle San Miguel le habían arrancado los azulejos y
la habían dejado descarnada.
En 1496, el rey de Portugal
decretó la conversión forzosa o la muerte de los judíos. Muchos habían llegado
de España, donde en 1492 se había decretado su conversión o expulsión. El rey
portugués, Manuel I, los había aceptado a cambio de sustanciosas cantidades.
Una placa les recordaba y se disculpaba por aquel atropello. Quizá estábamos
donde la antigua judería y donde se alzaba una vistosa iglesia quizá hubo una
sinagoga.
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