Junto al Palacio Episcopal
tomamos las escadas das Verdades y fuimos bajando por callejuelas
estrechas de sabor popular. El barrio había cambiado bastante desde que lo
describiera Saramago:
Bajan
con el viajero regueros de agua sucia, y, ahora, cuando se ha abierto completo
a la mañana, vienen mujeres a lavar los barreños en las terrazas y los
chiquillos juegan a lo que pueden. Hay grandes fámulas de ropa tendida en los
edificios que pudieron crecer hasta el primer piso, y el viajero se siente como
si estuviera bajando una escalera triunfal.
Se había reformado, había
perdido tipismo e incluso alguna de sus casas se había convertido en
alojamiento turístico. No le arriendo la ganancia a quien tenga que transportar
la maleta por estos lugares. Mejor venir ligero de equipaje.
En la bajada se alzaba la
iglesia de San Lorenzo, convertida en el Museo de Arte Sacro y Arqueología.
Como curiosidad, una concha y una flecha marcaban el Camino de Santiago, el portugués, sin duda, aquel que también se había asomado a nuestro camino en Braga.
Callejeamos hasta la plaza de la
Bolsa y nos asomamos al edificio que le daba nombre. Estaba cerrado, pero se
podía ver uno de los despachos con un soberbio mobiliario del siglo XIX. Las
altas finanzas se asociaban con el lujo. Iniciado en 1842 y terminado en 1891
simbolizaba el progreso que acompañó al país tras las tres décadas de lucha por
la libertad política y la implantación de un verdadero sistema constitucional. Es
la época de las grandes obras públicas, aunque también de la caída del precio
del vino en 1870 y 1890. La aparente estabilidad política contrasta con el
ascenso del anarquismo. El prestigio del país quedó dañado con el ultimátum de
1890 de Gran Bretaña a Portugal por el conflicto por los territorios de Zambia
y Zimbabue entre las colonias portuguesas de Angola y Mozambique.
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