Accedimos al claustro gótico,
iniciado por João I en 1385. En esta catedral se casó con Felipa de Lancaster el
rey que inauguraba la dinastía Aviz. En ella fue bautizado Enrique el Navegante.
En el centro, un cruzeiro en que Cristo había perdido la cabeza. El lugar de
meditación de los religiosos era pequeño y agradable. Sobre todo, nos
impresionaron los azulejos que cubrían los muros. Las escenas que representaban
eran del Cantar de los Cantares, mientras que en la parte superior
correspondían a la vida de la Virgen, a escenas de la metamorfosis y
palaciegas.
En las diversas estancias a las
que tuvimos acceso abundaban las buenas tallas y obras de arte, principalmente
barrocas. Un lujo desbordante y recargado. El oro descubierto en Brasil a
principios del siglo XVIII dio mucho juego a esta exhibición de riqueza. Desde
luego, no se tomaban muy en serio el voto de pobreza. En torno al claustro
estaba la capilla de San Juan Evangelista o de João Gordo, hombre de confianza
del rey don Dinis, caballero hospitalario. A continuación, la de San Vicente,
presidida por un Cristo con excesivos dorados. La contigua escalera de Nasoni
permitía subir a la parte superior. La sacristía era otra de las piezas
relevantes.
La iglesia, de tres naves, de
una gran altura, no se evidenciaba desde el exterior. La sobria decoración
contrastaba con los retablos de las capillas y del altar mayor. En las pinturas
murales reaparecía Nasoni. El altar de plata de la capilla del Santísimo Sacramento
era una obra maestra de la platería.
En la segunda planta de la casa
del Cabildo, que era el edificio adosado a la catedral, se encontraba el Museo
del Tesoro de la Sé.
La plaza que precedía a la
catedral se completaba con el pelourinho donde se ajusticiaba a los
malhechores y el Palacio Episcopal, diseñado por Nasoni en 1734 e iniciado en
1741, aunque no llegó a verlo terminado.
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