Para completar esa primera
impresión decidimos montar en bicicleta, en las bugas municipales,
gratuitas durante dos horas. Pesaban bastante y, lo peor, había que circular
por calles y aceras adoquinadas, lo que era un suplicio. No terminamos de
acoplarnos. Pedaleamos hasta el obelisco da Liberdade, avanzamos junto al canal
principal, enfilamos hasta el canal paralelo, pedaleamos un rato y regresamos.
Se nos dio mejor callejeado.
Apreciamos con mayor calma lo que habíamos visto y nos metimos por el entramado
antiguo. Cruzamos al otro lado, donde no había casi nadie. Presidía una plaza
la estatua de José Estêvão Coelho de Magalhaes, que vivió en la primera mitad
del siglo XIX. En la misma plaza nos asomamos a la iglesia de la Misericordia.
Continuamos hasta el Ayuntamiento y una iglesia de vistosos azulejos
geométricos en el interior con una luminosa nave.
Como no encontrábamos dónde
comer volvimos a cruzar el canal. Buscamos el restaurante Palhuça, que Saramago
exaltó por tomar una sopa de pescado que le dejó huella. Aquí habían comido Jose
y familia. Era famosa por sus caldeiradas. Había cola para entrar y
pedir mesa. El mercado de Peixe estaba igualmente abarrotado. Esas calles
sencillas de barrio de pescadores eran agradables, pero no daban solución a
nuestro problema para almorzar. Junto a la estatua de João Afonso de Aveiro,
que a finales del siglo XV se hizo a la mar en busca de la ruta a la India, contemplamos
otros locales que no ofrecían posibilidades de acomodo.
Alejándonos del centro nos
sorprendió la iglesia de San Juan Bautista. Sencillamente, espectacular. Al
entrar impactaba su bóveda de casetones, el barroco ábside cargado de dorado y
los azulejos con preciosas escenas.
En unas calles sin mucho interés
aparente encontramos un restaurante donde comía gente local, toda una garantía
de éxito. En las mesas exteriores, los platos de pescado nos convencieron. Como
era tarde, optamos por el menú, con una sopa de pescado y un segundo, a base de
arroz y frijoles con carne, para Jose, y de marisco para mí. El precio fue
ridículo y el placer inmenso.
Esa falta de tiempo nos impidió
visitar el Museo de Santa Joana, en el monasterio de Jesús. Aquí se retiró la
infanta Joana, hija de Alfonso V. Una de sus piezas esenciales era su sepulcro
de mármol. Saramago nos recordó su claustro con bancos cubiertos de azulejos, el
refectorio. Se quejaba de su horario irregular, alababa su organización y
destacaba la Virgen de la madreselva, un Santo Domingo y una Sagrada Familia de
Machado de Castro.
La visita a Santo Domingo, la
catedral, fue rápida. Había sufrido diversas desgracias y estaba muy
reconstruida. Quedaban algunos retablos, buenos azulejos y un grupo escultórico
a la entrada de gran mérito.
El recuerdo de la luz de la
tarde tuvimos que pedirlo prestado a nuestro querido Saramago, siempre presente
en el recorrido:
Por la
tarde, quiere ver cómo será la ría estando el sol ausente. Vio aguas de plomo, tierras
rasas, las cosas disolviéndose en la humedad del aire, y, con todo, pese a
tantas melancolías, pese a lo oscuro del mar que viene a batir contra la
blandura de la barra, el viajero está contento con su suerte: un día de sol, un
día de niebla, de todo se precisa para hacer un hombre.
Poco hay que contar de nuestro
regreso a Oporto.
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