La frustración de la cena de la
noche anterior se tornó ejemplo de profesionalidad e imaginación en ésta. Las
calles estaban abarrotadas y todos los restaurantes, sugerentes y con encanto,
de la calle de las Flores rebosaban de clientes. Empezamos a pensar que no
haber reservado era un error y que quizá habíamos salido demasiado tarde. Nos
lanzamos a la búsqueda y captura con fe.
Como nos había gustado un
restaurante en largo Santo Domingo preguntamos si había alguna
posibilidad. Curiosamente, se llamaba LSD, las siglas de la plaza,
aunque de significado psicodélico. El encargado, o el que parecía el jefe,
porque se movía atareado, aunque con decisión, nos atendió y nos aconsejó con
convicción y amabilidad esperar. Nos pusimos pegados a la pared, expectantes, y
asistimos a una especie de Tetris en las mesas. Admiramos el espectáculo
posterior. Valió la pena. A un grupo de ingleses o alemanes los situó en una
que quedaba libre, mientras que a una pareja que ya había pedido les cambió de
sitio, liberó espacio, cuadró a otros, cobró a una pareja que se atascaba un
poco y apareció con una mesa que situó en donde menos estorbaba, con cierta
inclinación, pero era la nuestra y no había que ponerse dignos. Nos sentaron en
dos sillas que salieron de la nada.
La camarera que nos atendió era
todo simpatía y nos dijo que no sabía cómo llamar a nuestra mesa, extra o
apócrifa, fuera de planeamiento. Le seguimos la corriente y le propusimos 007,
aunque ninguno era el agente secreto. Entre chanzas y risas nos asignó un
número indeterminado. Lo celebramos con dos cervezas, una botella de vino tinto,
un entrante y un buen pescado para cada uno. Nuestro recuerdo fue estupendo.
Como el precio: 73 euros, propina incluida.
Remontamos las cuestas hasta el hotel
con la satisfacción del deber cumplido.
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