Ascendimos hacia el Morro por
sucesivas rampas que iban dejando retazos de las vistas futuras de lo alto. Se iban
perfilando los almacenes, las bodegas, las calles de Gaia que guardaban el gran
tesoro que se había generado aguas arriba y que aquí dormía durante un tiempo,
como destacaba Saramago:
En esta
margen izquierda del río hay enterrados grandes tesoros: son los que vienen de
aquellas vistas laderas talladas en bancales, de las cepas que en estos días de
enero han perdido todas las hojas y son negras como raíces quemadas. En esta
ladera de Vila Nova de Gaia desaguan los grandes afluentes de las uvas
aplastadas y del mosto, aquí se filtran, decantan, y duermen los espíritus
sutiles del vino, cavernas donde los hombres vienen a guardar el sol.
Es curioso que se llame Oporto a
un delicioso caldo que utiliza uvas del valle del Duero, donde sufren nueve
meses de invierno y tres de infierno, que se produce inicialmente aguas arriba
y que reposa definitivamente en Gaia, y no en Oporto. La ciudad prestaba su
nombre y su prestigio.
Desde el Morro las vistas eran
sublimes. Si solo tuvieras un instante para deleitarte con la ciudad éste sería
el lugar más adecuado para saborear su conjunto, su entorno fluvial, su
configuración en indefinidas cuestas. Desde aquí se podía trazar una ruta,
individualizar monumentos, soñar en largas estancias para vivir como un
lugareño. La urbe se ofrecía generosa.
En las inmediaciones de la
llegada del teleférico, unas escaleras se despeñaban por los callejones
estrechos de Gaia, que habían ganado lustre con la reforma de casas que quizá
fueran típicas y muy incómodas. El suelo era de pavés y no demasiado regular
con lo que fuimos testigos de cómo una mujer tropezó y cayó con estrépito al
suelo. La ayudamos a levantarse. Se había rozado las rodillas. No presentaba
más desperfectos. Llevaba un susto en el cuerpo soberano. Entró en su casa,
moderna y cómoda.
El entramado de calles era curioso. Algunas puertas abiertas incitaban a conocer las bodegas, a participar en una cata, a disfrutar del vino. Salimos a la avenida junto al río con sus tiendas y terrazas, o los ganchos que entregaban publicidad y animaban a quedarse en su restaurante. Como apretaba el calor y nos habíamos dado un buen tute de caminar nos sentamos en una de esas terrazas a tomar una cerveza y descansar. Con la cerveza regalaban el trajinar de gente que recorría la avenida.
A nuestro lado, unos franceses
habían probado cinco variedades de Oporto. Era algo bastante popular y a un
precio casi ridículo. La mesa quedaba llena de pequeños vasos que daban la impresión
de haberse corrido una juerga.
El lugar era sencillo, aunque
tenía buena pinta lo que ofrecían, con lo que optamos por unos hojaldres, unos petiscos,
para reponer fuerzas. Un acierto porque luego no hubo tantas opciones y era
bastante tarde.
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