Las terrazas estaban atestadas y
las posibilidades de cenar en alguna de ellas eran mínimas. No teníamos prisa,
por lo que llegamos a la base de uno de los pilares del puente, atravesamos el
túnel y regresamos al casco antiguo previo al río. Se iba disolviendo el
enjambre de personas que ahora buscaba la protección de un restaurante donde
cenar y culminar la noche. Nosotros también haríamos ese ejercicio. Nuestro
deambular aleatorio nos condujo hasta el mercado. La terraza que daba a la
plaza de la Bolsa estaba bastante llena, pero encontramos una mesa. Fue la
única facilidad que disfrutamos.
Se estaba agradable con la brisa
nocturna. Era un placer descansar el cuerpo con buenas vistas. Los camareros
pasaban con la rapidez de los cometas e igual de inasibles. Iban concentrados
de un extremo a otro, casi siempre con las manos vacías. Mal signo, impropio de
los camareros veteranos. Ninguno utilizaba bandeja. Tras veinte minutos,
conseguimos que nos dejaran una carta. Alrededor, clientes expectantes que
perseguían con la mirada a los jóvenes que parecían no querer atender a nadie,
no tomar comandas, no llevar comida ni bebida, no cobrar a nadie. La gente se
impacientaba, pero el entorno calmaba a esa misma gente.
Después de bastante tiempo nos sirvieron la botella de vino tinto un poco embocado que habíamos conseguido encargar. Continuamos nuestro diálogo y nos abstrajimos un poco. A ratos regulares preguntábamos por nuestra comida. “Ahora viene”, fue la consigna que les daban. Vimos alejarse a quienes se sentaron más tarde que nosotros. Los de al lado, dos matrimonios españoles, se levantaron para presionar un poco y les trajeron la cuenta. Uno de los camareros dejó una segunda botella de vino sobre nuestra mesa. “Debe haber una equivocación. Ya nos la han servido. ¿Y nuestra comida?”. El joven camarero se fue aturdido.
A las once de la noche el
camarero se acercó y nos dijo que se le había olvidado nuestra comanda. Algo
cabreado le dije que nos iba a dejar sin cenar. Le pedí que viniera el
encargado y dijo, en una mentira flagrante, que era él. Le pedí la cuenta y el
libro de reclamaciones. Eran abundantes las quejas, sobre todo por los
retrasos. Le dije que nos había jodido la noche y reaccionó con que le estaba
insultando. Un problema de idioma. En un momento pareció que se calmaba el
drama, pero el joven reaccionó con soberbia cuando le dije que íbamos a poner
nuestra queja en redes sociales. “Entonces, paga la cuenta”. Así lo hice y
rellené una nueva hoja de reclamaciones. Alrededor se había creado una gran
expectación.
La única solución a esa avanzada
ahora se llamaba McDonald’s, eso sí, el McDonald’s más bonito del mundo, el de Aliados,
un antiguo café que había conservado su decoración Art Deco. Las
hamburguesas nos supieron a gloria. En el baño confraternicé con un portugués
mayor, algo bebido que, como yo, no atinaba a abrir los servicios. Nuestras
risotadas alertaron a un joven que disfrutaba de la soledad del sótano y que se
acercó para introducir la clave. El señor mayor y yo nos alegramos por el
triunfo.
Con la tripa llena y más calmada
la frustración de la cena, trepamos por la cuesta de Aliados y de nuestra calle
hasta nuestro hotel. Aún nos reímos un rato con las anécdotas.
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