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Descubriendo Portugal 36. Hard Club: el peor servicio de Oporto.

 


Las terrazas estaban atestadas y las posibilidades de cenar en alguna de ellas eran mínimas. No teníamos prisa, por lo que llegamos a la base de uno de los pilares del puente, atravesamos el túnel y regresamos al casco antiguo previo al río. Se iba disolviendo el enjambre de personas que ahora buscaba la protección de un restaurante donde cenar y culminar la noche. Nosotros también haríamos ese ejercicio. Nuestro deambular aleatorio nos condujo hasta el mercado. La terraza que daba a la plaza de la Bolsa estaba bastante llena, pero encontramos una mesa. Fue la única facilidad que disfrutamos.

Se estaba agradable con la brisa nocturna. Era un placer descansar el cuerpo con buenas vistas. Los camareros pasaban con la rapidez de los cometas e igual de inasibles. Iban concentrados de un extremo a otro, casi siempre con las manos vacías. Mal signo, impropio de los camareros veteranos. Ninguno utilizaba bandeja. Tras veinte minutos, conseguimos que nos dejaran una carta. Alrededor, clientes expectantes que perseguían con la mirada a los jóvenes que parecían no querer atender a nadie, no tomar comandas, no llevar comida ni bebida, no cobrar a nadie. La gente se impacientaba, pero el entorno calmaba a esa misma gente.

Después de bastante tiempo nos sirvieron la botella de vino tinto un poco embocado que habíamos conseguido encargar. Continuamos nuestro diálogo y nos abstrajimos un poco. A ratos regulares preguntábamos por nuestra comida. “Ahora viene”, fue la consigna que les daban. Vimos alejarse a quienes se sentaron más tarde que nosotros. Los de al lado, dos matrimonios españoles, se levantaron para presionar un poco y les trajeron la cuenta. Uno de los camareros dejó una segunda botella de vino sobre nuestra mesa. “Debe haber una equivocación. Ya nos la han servido. ¿Y nuestra comida?”. El joven camarero se fue aturdido.

A las once de la noche el camarero se acercó y nos dijo que se le había olvidado nuestra comanda. Algo cabreado le dije que nos iba a dejar sin cenar. Le pedí que viniera el encargado y dijo, en una mentira flagrante, que era él. Le pedí la cuenta y el libro de reclamaciones. Eran abundantes las quejas, sobre todo por los retrasos. Le dije que nos había jodido la noche y reaccionó con que le estaba insultando. Un problema de idioma. En un momento pareció que se calmaba el drama, pero el joven reaccionó con soberbia cuando le dije que íbamos a poner nuestra queja en redes sociales. “Entonces, paga la cuenta”. Así lo hice y rellené una nueva hoja de reclamaciones. Alrededor se había creado una gran expectación.



La única solución a esa avanzada ahora se llamaba McDonald’s, eso sí, el McDonald’s más bonito del mundo, el de Aliados, un antiguo café que había conservado su decoración Art Deco. Las hamburguesas nos supieron a gloria. En el baño confraternicé con un portugués mayor, algo bebido que, como yo, no atinaba a abrir los servicios. Nuestras risotadas alertaron a un joven que disfrutaba de la soledad del sótano y que se acercó para introducir la clave. El señor mayor y yo nos alegramos por el triunfo.

Con la tripa llena y más calmada la frustración de la cena, trepamos por la cuesta de Aliados y de nuestra calle hasta nuestro hotel. Aún nos reímos un rato con las anécdotas.

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