Bajamos lo más recto posible
hasta el mercado Ferreira Borges y la plaza que acogía el edificio de la Bolsa
con la estatua del infante don Henrique, el Navegante, nacido un poco más
abajo. La luz del cielo era azul y teñía todo lo que tocaba. “Un verso
repite/una brisa fresca”, nos recordaba Ricardo Reis. La iluminación artificial
se iba activando.
Las ciudades hay que vivirlas de
día y de noche, como se deben vivir en las distintas estaciones, con la
compañía de personas diferentes, en diferentes circunstancias. El río estaba
envuelto en luz azul y salpicado de puntos y manchas amarillas y naranjas. Una
oleada de gente había bajado al Duero para contemplar y sentir el atardecer,
para vivir esa transformación efímera y regeneradora.
Al otro lado quedaban las
bodegas de Gaia, el Morro con su iglesia iluminada, el puente de Luís I, que
era el emblema de la ciudad y que acompañaba a tantos visitantes en sus
fotografías. A este lado quedaban los amantes que se tomaban de la mano o se
abrazaban, se besaban con ternura, disfrutaban de su momento más romántico.
Oporto ayudaba a fortalecer el amor.
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