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Descubriendo Portugal 35. Paseo de tarde hasta el río.


 

Bajamos lo más recto posible hasta el mercado Ferreira Borges y la plaza que acogía el edificio de la Bolsa con la estatua del infante don Henrique, el Navegante, nacido un poco más abajo. La luz del cielo era azul y teñía todo lo que tocaba. “Un verso repite/una brisa fresca”, nos recordaba Ricardo Reis. La iluminación artificial se iba activando.

Las ciudades hay que vivirlas de día y de noche, como se deben vivir en las distintas estaciones, con la compañía de personas diferentes, en diferentes circunstancias. El río estaba envuelto en luz azul y salpicado de puntos y manchas amarillas y naranjas. Una oleada de gente había bajado al Duero para contemplar y sentir el atardecer, para vivir esa transformación efímera y regeneradora.

Paseamos acompañados de otros paseantes, de los estáticos comensales de los restaurantes que apuraban sus copas de vino y degustaban los alimentos de esta sana tierra. Eran privilegiados testigos de la sustitución del sol por la luna, del nacimiento de la ternura nocturna, de las sombras suaves y las penumbras prolongadas. El lugar ganaba en saudade.

Al otro lado quedaban las bodegas de Gaia, el Morro con su iglesia iluminada, el puente de Luís I, que era el emblema de la ciudad y que acompañaba a tantos visitantes en sus fotografías. A este lado quedaban los amantes que se tomaban de la mano o se abrazaban, se besaban con ternura, disfrutaban de su momento más romántico. Oporto ayudaba a fortalecer el amor.

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