Algo más abajo, al final del
florido jardín de largo da República do Brasil, saliendo de la
aglomeración del casco histórico, nos atrajo una iglesia alta y estrecha,
esbelta como una mujer elegante. Era la iglesia de Nuestra Señora de la
Consolación y los Pasos Santos, obra de finales del XVIII de André Soares, del
que ya habíamos tenido importantes referencias en Braga. En el siglo XIX le
añadieron las dos torres. Si interior también era magnífico y estaba preparado
para una boda. Nos cruzamos con algunos de los invitados. La momia encerrada en
una urna podía ser la de san Gualter, nombre con el que también era conocida la
iglesia.
Nuestra última visita fue a San
Francisco, fundado en el siglo XIII y que mantuvo una larga controversia con
Nuestra Señora de Oliveira, que se opuso a su traslado desde las afueras de la
villa y que incluso derribó algunas de sus construcciones hasta que intervino
el Papa. Como otras instituciones religiosas, cesó su actividad en 1833 y la
reanudó en 1875. Una parte del antiguo convento era actualmente un centro
asistencial.
El interior era de gran
vistosidad. Los retablos de las capillas laterales y el del ábside eran de un
dorado barroco. Los azulejos de la cabecera eran magníficos. La bóveda estaba pintada
con escenas del santo.
Nos habíamos ganado un paseo a
la sombra de la Alameda, donde los lugareños pasaban las horas de canícula
conversando o vigilando a los niños para que no hicieran fechorías mientras
jugaban. En el extremo del parque nos sentamos a tomar un refresco en Nata de
Guimarães, con los mejores pasteles de la ciudad.
Con cierta nostalgia y un buen
sabor de boca por la belleza de la ciudad tomamos el coche para continuar
nuestro camino hasta Oporto. La carretera era buena y tardamos muy poco en
entrar. Aprovechamos el final de la tarde y la noche.
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