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Descubriendo Portugal 7. Quizá no fuera una mañana habitual.


 

Era una de esas mañanas habituales de agosto que nacen con una temperatura agradable y se van recalentando con el paso de las horas. Sin embargo, algo anunciaba lo contrario.

Nos despertamos de forma espontánea y antes de que sonara la alarma del móvil a las nueve de la mañana. Buen signo: nos habíamos recuperado del largo viaje. El causante fue un rayo de sol que se había infiltrado entre las cortinas y el foscurit. Primero impactó en mi cara, como un láser que pretendiera acabar con mi principio de catarata. No hubo suerte y sólo me arrancó del sueño. Jose fue su segunda víctima.

Nuestra calle estaba desierta. En la amplia plaza del Conde de Abrolongo aún no habían desplegado las terrazas. Una pareja mayor y una señora que leía con fruición formaban un aislado islote mientras desayunaban.



Los primeros cruces de calles abrían multitud de opciones. Tremendo sin la mente despejada, así que en rua dos Capelistas, en uno de esos establecimientos de toda la vida para clientes fieles, con encanto, nos sentamos y pedimos nuestro primer desayuno en tierras lusas a base de café, un croissant a la portuguesa (con un poco de crema en la base) y pastel de nata o de Belén. Delicioso.

Entre los parroquianos habituales estaban los empleados de las tiendas cercanas. Se reunían a tomar un café y algo sólido antes de abrir y dedicarse a los clientes, escasos en esa primera fase de la mañana. Las mujeres, vestidas con uniformes oscuros que les otorgaban cierto atractivo, eran mayoría. Estaba claro que había que regalarse un momento de disfrute antes de entrar en faena. El efecto era considerablemente estupendo.

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