Era una de esas mañanas
habituales de agosto que nacen con una temperatura agradable y se van
recalentando con el paso de las horas. Sin embargo, algo anunciaba lo contrario.
Nos despertamos de forma
espontánea y antes de que sonara la alarma del móvil a las nueve de la mañana.
Buen signo: nos habíamos recuperado del largo viaje. El causante fue un rayo de
sol que se había infiltrado entre las cortinas y el foscurit. Primero impactó
en mi cara, como un láser que pretendiera acabar con mi principio de catarata.
No hubo suerte y sólo me arrancó del sueño. Jose fue su segunda víctima.
Nuestra calle estaba desierta.
En la amplia plaza del Conde de Abrolongo aún no habían desplegado las
terrazas. Una pareja mayor y una señora que leía con fruición formaban un aislado
islote mientras desayunaban.
Los primeros cruces de calles
abrían multitud de opciones. Tremendo sin la mente despejada, así que en rua
dos Capelistas, en uno de esos establecimientos de toda la vida para clientes
fieles, con encanto, nos sentamos y pedimos nuestro primer desayuno en tierras
lusas a base de café, un croissant a la portuguesa (con un poco de crema en la
base) y pastel de nata o de Belén. Delicioso.
Entre los parroquianos
habituales estaban los empleados de las tiendas cercanas. Se reunían a tomar un
café y algo sólido antes de abrir y dedicarse a los clientes, escasos en esa
primera fase de la mañana. Las mujeres, vestidas con uniformes oscuros que les
otorgaban cierto atractivo, eran mayoría. Estaba claro que había que regalarse
un momento de disfrute antes de entrar en faena. El efecto era
considerablemente estupendo.
0 comments:
Publicar un comentario