En las primeras calles no había
nadie. Temimos que la ciudad estuviera matada. Las hordas de paseantes que
habíamos visto mientras buscábamos sin rumbo el hotel se habían desvanecido.
Nos dejamos llevar por la presencia de las fachadas: que fueran ellas las que
decidieran.
La ciudad nos gustó
inmediatamente. Era ordenada, de calles rectas repletas de flores, iglesias
barrocas y palacios de fachada blanca con ribetes de granito. Los bulevares
estaban tranquilos.
La zona de terrazas estaba
animada. Abundaban los españoles. Caminamos hasta los cruceiros.
Cenamos en Donna Sé y nos
decepcionó un poco. Jose pidió una francesinha que tardó mucho en
llegar. Mi bacalhao a bras había salido antes y estaba frío. Lo
devolvimos. Cuando lo volvieron a sacar estaba recalentado y más duro que los
pies de Cristo. Nueva devolución y espera. A la tercera fue la vencida. Estaba
aceptable. Mientras, charlamos de literatura e historia, de Saramago, de
Pessoa, de El guardián en el centeno, del Ulises, de Joyce.
Nos quedamos fríos. La
temperatura había bajado considerablemente. Entramos en calor dando un paseo
por la ciudad iluminada. En el hotel notamos todo el cansancio de la jornada.
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